Textos de Nietzsche para las PAU


Textos de Nietzsche

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    Resumen breve
cosa destacable
(aclaración)


SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL. LA FUNCIÓN DE LA INTELIGENCIA HUMANA.

En algún rincón apartado del Universo rutilante, configurado en innúmeros sistemas solares, hubo una vez un astro donde animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue aquél el minuto más arrogante y mendaz de la "Historia Universal"; pero tan sólo un minuto, en fin. Al cabo de pocas respiraciones más de la Naturaleza se petrificó el astro en cuestión, y perecieron los animales inteligentes. -Pudiera uno inventar tal fábula, y sin embargo, no alcanzaría a ilustrar cabalmente lo pobre, precario y efímero, lo útil y contingente, del intelecto humano dentro de la Naturaleza. Han transcurrido eternidades sin que él existiera; cuando se haya extinguido, no habrá pasado nada. Pues no hay para este intelecto ninguna misión ulterior que apunte a más allá de la vida humana. Es cosa del hombre, y únicamente su dueño y progenitor lo considera con tal pathos que cualquiera diría que giran en él los goznes del universo. Sin embargo, si nos fuese dable comunicarnos con la mosca, nos enteraríamos de que también ella cruza el aire con tal pathos y se siente el centro volante del Universo. Nada hay en la Naturaleza tan subalterno y vil que al más leve soplo de aquel poder de conocimiento no se inflaría al instante cual una manguera; y así como cualquier estibador quiere ser admirado, el hombre más orgulloso, el filósofo, hasta cree que desde todos lados los ojos del universo están telescópicamente fijos en su acción y su pensamiento. 

No deja de ser extraño este poder del intelecto, el cual sin embargo, no es más que un recurso de los seres más desdichados, más delicados, más efímeros, que durante un minuto los retiene en la existencia, de la que, sin este aditamento, tendrían todas las razones del mundo para fugarse tan rápidamente como el hijo de Lessing. Esa soberbia ligada al conocimiento y sentimiento envuelve los ojos y sentidos de los hombres en nieblas falaces y los engaña sobre el valor de la existencia, por cuanto valora el conocimiento del modo más halagador. Su efecto más general es engaño; mas aun los efectos más específicos tienen algo de este carácter . 

GLOSARIO 

ARTE (Kunst): La canalización del mito. La asunción de la realidad como apariencia, belleza y dolor a conjurar. Encarnado en la cultura griega –según Nietzsche- consigue jugar con la realidad . Mas allá de la inteligencia y del concepto, mas allá las palabras, juega. Ver arte. 

CONCEPTO (Begriff): Imágenes gastadas, metáforas olvidadas. Son generalizaciones útiles para la ciencia y para la vida que no expresan el ser mismo de la realidad. 

CONCIENCIA (Bewusstsein):Fenómeno superficial de la vida humana, no el gozne central de la filosofía y de la vida como supone la filosofía singularmente desde Descartes. Es orgullosa pero es falsa porque no sabe que su fundamento es irracional. Un producto, no un punto de partida. Resuelve necesidades. 

CONOCIMIENTO (Erkenntnis): en este texto, lo identifica con la ciencia, seria su contenido- es la pretensión absoluta de verdad- de acceso al ser de la realidad y por tanto, mentira. No hay, según Nietzsche, una pura y desinteresada voluntad de verdad. Hay criterios de utilidad, intereses. Conocimiento. 

COSA EN SI (Ding an Sich):La realidad misma, la esencia de la realidad. Algo incognoscible para la ciencia. 

ESPACIO (Raum): Puede leerse en este texto como una forma a priori de la sensibilidad, tal como lo entendía Kant. Ver espacio. 

FILOSOFÍA (Philosophie):En cuanto quiere ser conocimiento, impulso socrático de racionalizar la realidad, es mentira. La otra alternativa sería el filósofo trágico. Ver filosofía. 

IMPULSO A LA VERDAD (Trieb zur Warheit): Después se llamará voluntad de verdad. El impulso que busca la verdad no es el de la vida; tampoco es desinteresado, solo útil. Ver verdad. 

INTELECTO (Intellekt): facultad humana que pone aquello que da garantía y fiabilidad a la ciencia. Nietzsche se mueve aquí en la órbita de Kant, a través de Schopenhauer. Ver intelecto. 

INTUICIÓN (Intuition): la alternativa al concepto, al hombre científico. Algo propio del artista o del filósofo trágico. Recrea metáforas y se mueve en un universo mítico y artístico. 

LENGUAJE (Sprache): El origen del lenguaje es irracional y fundamentalmente metafórico. No es adecuado para la pretensión de verdad. Ver lenguaje. 

LEY DE LA NATURALEZA (Naturgesetz): Lo que -kantianamente- ponemos en la naturaleza para después, sorprendernos de nuestro hallazgo. 

METAFORA (Metapher) : En el sentido peyorativo que Nietzsche le da aquí, es un término figurado, producto de la imaginación que, una vez gastado , olvidado su origen , se le llama concepto. Otra cosa es si, viva, sirve al mito. 

MITO (Mythus): Frente a la ciencia ,que es conocimiento y dominio del hombre racional y su conciencia, el mito es el patrimonio del hombre intuitivo, del artista. El fundamento del encantamiento de la naturaleza. 

NATURALEZA (Natur): Sería el nombre de la realidad total. Es una incógnita, una x inaccesible e incognoscible para el hombre en su pretensión de conocer. Algo radicalmente irracional. Reencantable por el mito y el artista. Ver naturaleza. 

TIEMPO (Zeit): Para Kant tiempo y espacio son estructuras vacías que impone la mente al conocer. Ahora en Nietzsche hacen el mismo papel. En el Nietzsche posterior la cuestión del tiempo, la eternidad y el eterno retorno son bastante mas complejas. Ver tiempo. 

VALOR (Wert): Uno de los temas propios de Nietzsche. La realidad no se medirá conforme a criterios de verdad-error sino bueno-malo para la vida. 

VERDAD (Wahrheit) : Si la verdad se entiende como la manifestación de lo que hay en sentido absoluto entonces la ciencia y el conocimiento derivado de ella es un error. Es, en sentido extramoral, mentira. Ver verdad. 


AURORA. SECCIÓN 132.

132. Los últimos ecos del cristianismo en la moral.  «La compasión es lo que nos hace buenos, luego tiene que haber una cierta compasión en todos nuestros sentimientos». Así razona la moral de hoy en día. ¿De dónde procede esta idea? El hecho de que el hombre que realiza actos sociales a impulsos de la simpatía, del desinterés particular y del interés general sea considerado actualmente como el hombre moral por excelencia, constituye tal vez el principal efecto, la transformación más completa que ha operado el cristianismo en Europa, muy a pesar suyo quizá y sin que ésta haya sido su doctrina. Sin embargo, éste y no otro fue el residuo de los sentimientos cristianos que prevaleció al de mente contraria y profundamente egoísta— en lo único necesario, en la importancia absoluta de la salvación eterna personal, así como los dogmas en los que se basaba esta creencia, mientras que pasaba a primer plano la creencia accesoria en el amor, en el amor al prójimo, de acuerdo con la monstruosa práctica de la caridad eclesiástica. Cuanto más se separaban los hombres de los dogmas, más se buscaba la explicación de este alejamiento en el culto del amor a la humanidad. El impulso secreto de los librepensadores franceses —desde Voltaire a Augusto Comte— fue no quedarse atrás en este punto respecto al cristianismo, e incluso superarle, si fuera posible. Con su célebre fórmula «vivir para los demás», Comte supercrisr tianizó el cristianismo. Schopenhauer en Alemania y John Stuart Mili en Inglaterra son los que han dado mayor celebridad a la doctrina de la simpatía o de la compasión o de la utilidad para los demás, como principios de conducta, aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que, desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctrinas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles, más o menos elementales, hasta el punto de que no existe un solo sistema social que no se haya situado, sin pretenderlo, en el terreno común de dichas doctrinas. Puede que el prejuicio más extendido hoy en día sea el creer que sabemos en qué consiste realmente la moral. Oímos decir con visible satisfacción que la sociedad está a punto de lograr que el individuo se adapte a las necesidades generales, y que tanto la felicidad personal como el sacrificio exigible a toda pesona consisten en que consideremos que somos miembros útiles e instrumentos de la colectividad. No obstante, hay actualmente muchas dudas respecto a dónde hay que buscar ese todo colectivo, si en el orden establecido o en un orden futuro, si en la nación o en la fraternidad de los pueblos, o bien en las nuevas y reducidas comunidades económicas. En torno a esta cuestión, se alzan hoy muchas reflexiones, dudas y enfrentamientos muy apasionados. Sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en la necesidad de que el ego se oscurezca hasta que, con vistas a la adaptación al todo, se le marque nuevamente su círculo concreto de derechos y deberes, hasta que se convierta en algo nuevo y distinto de lo que ahora es. Tanto si lo reconocen como si no, lo que pretenden es transformar radicalmente, debilitar y hasta suprimir al individuo. Quien así piensa no se cansa de ponderar todo lo que tiene de mala, dispendiosa, lujosa, amenazadora y derrochadora la existencia individual que se ha venido llevando hasta hoy en día; se espera dirigir la sociedad con menos costo, con menores peligros y mayor unidad, cuando no haya más que un gran cuerpo con sus miembros. Se considera bueno todo lo que, de un modo u otro, responde a este instinto de agrupación y a sus diversos subinstintos. Esta es la corriente fundamental de la moral de hoy, con la que se funden la simpatía y los sentimientos sociales. (Kant no pertenece aún a este movimiento, ya que indica expresamente que debemos ser insensibles al dolor ajeno para que nuestros actos benéficos tengan un valor moral. Schopenhauer llama a esto el absurdo kantiano, con una irritación que, en su caso, resulta totalmente comprensible.) 

LA GAYA CIENCIA. SECCIONES 125 Y 341


125. El loco. 

¿No han oído hablar de aquel loco que, con una linterna encendida en pleno día, corría por la plaza y exclamaba continuamente: «¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!».? 

Como justamente se habían juntado allí muchos que no creían en Dios, provocó gran diversión. ¿Se te ha perdido?, dijo uno. ¿Se ha extraviado como un niño?, dijo otro. ¿No será que se ha escondido en algún sitio? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado? Así gritaban y se reían al mismo tiempo. El loco se lanzó en medio de ellos y los fulminó con la mirada. 

—¿Dónde está Dios?—, exclamó, ¡se los voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado, ustedes y yo! ¡Todos somos unos asesinos! Pero ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar completamente el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desencadenar a esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde rueda ésta ahora? ¿Hacia qué nos lleva su movimiento? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos en una constante caída, hacia atrás, de costado, hacia delante, en todas direcciones? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del vacío? ¿No hace ya frío? ¿No anochece continuamente y se hace cada vez más oscuro? ¿No hay que encender las linternas desde la mañana? ¿No seguimos oyendo el ruido de los sepultureros que han enterrado a Dios? ¿No seguimos oliendo la putrefacción divina? ¡Los dioses también se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo vamos a consolamos los asesinos de los asesinos? Lo que en el mundo había hasta ahora de más sagrado y más poderoso ha perdido su sangre bajo nuestros cuchillos, y ¿quién nos quitará esta sangre de las manos? ¿Qué agua podrá purificamos? ¿Qué solemnes expiaciones, qué juegos sagrados habremos de inventar? 

¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de este hecho? ¿No tendríamos que convertimos en dioses para resultar dignos de semejante acción? Nunca hubo un hecho mayor, ¡y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá, en virtud de esta acción, a una historia superior a todo lo que la historia ha sido hasta ahora! Al llegar aquí, el loco se calló y observó de nuevo a sus oyentes, quienes también se habían callado y lo miraban perplejos. Por último, tiró la linterna al suelo, que se rompió y se apagó. «Llego demasiado pronto, dijo luego, mi tiempo no ha llegado aún. Este formidable acontecimiento está todavía en camino, avanza, pero aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Para ser vistos y oídos, los actos necesitan tiempo después de su realización, como lo necesitan el relámpago y el trueno, y la luz de los astros. Esa acción es para ellos más lejana que los astros más distantes, ¡aunque son ellos quienes la han realizado!». Cuentan también que ese mismo día el loco entró en varias iglesias en las que entonó su Requiema eternam Deo. Cuando lo echaban de ellas y le pedían que aclarara sus dichos, no dejaba de repetir: «¿Qué son estas iglesias sino las tumbas y los monumentos funerarios de Dios?». 


341. La carga más pesada.

¿Qué dirías si un día o una noche se introdujera furtivamente un demonio en tu más honda soledad y te dijera: «Esta vida, tal como la vives ahora y como la has vivido, deberás vivirla una e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que habrán de volver a ti cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido, todo lo que hay en la vida de inefablemente pequeño y de grande, todo en el mismo orden e idéntica sucesión, aun esa araña, y ese claro de luna entre los árboles, y ese instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se lo da vuelta una y otra vez y a ti con él, ¡grano de polvo del polvo!».? ¿No te tirarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablara? ¿O vivirías un formidable instante en el que serías capaz de responder: «Tú eres un dios; nunca había oído cosas más divinas»? Si te dominara este pensamiento, te transformaría, convirtiéndote en otro diferente al que eres, hasta quizás torturándote. ¡La pregunta hecha en relación con todo y con cada cosa: "¿quieres que se repita esto una e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como la carga más pesada! ¿De cuánta benevolencia hacia ti y hacia la vida habrías de dar muestra para no desear nada más que confirmar y sancionar esto de una forma definitiva y eterna?


MÁS ALLÁ DEL BIEN Y EL MAL. SECCIONES 21, 56 Y 260


21 

La causa sui [causa de sí mismo] es la mejor autocontradicción excogitada hasta ahora, una especie de violación y acto contra natura lógicos: pero el desenfrenado orgullo del hombre le ha llevado a enredarse de manera profunda y horrible justo en ese sinsentido. La aspiración a la «libertad de la voluntad», entendida en aquel sentido metafísico y superlativo que por desgracia continúa dominando en las cabezas de los semiinstruidos, la aspiración a cargar uno mismo con la responsabilidad total y última de sus acciones, y a descargar de ella a Dios, al mundo, a los antepasados, al azar, a la sociedad, equivale, en efecto, nada menos que a ser precisamente aquella causa su¡ [causa de sí mismo] y a sacarse a sí mismo de la ciénaga de la nada y a salir a la existencia a base de tirarse de los cabellos, con una temeridad aún mayor que la de Münchhausen. Suponiendo que alguien llegue así a darse cuenta de la rústica simpleza de ese famoso concepto de la «voluntad libre» y se lo borre de la cabeza, yo le ruego entonces que dé un paso más en su «ilustración» y se borre también de la cabeza lo contrario de aquel monstruoso concepto de la «voluntad libre»: me refiero a la «voluntad no libre», que aboca a un uso erróneo de causa y efecto. No debemos cosificar equivocadamente «causa» y «efecto», como hacen los investigadores de la naturaleza (y quien, como ellos, naturaliza hoy en el pensar -) en conformidad con el dominante cretinismo mecanicista, el cual deja que la causa presione y empuje hasta que «produce el efecto»; debemos servirnos precisamente de la «causa», del «efecto» nada más que como de conceptos puros, es decir, ficciones convencionales, con fines de

designación, de entendimiento, pero no de explicación. En lo «en-sí» no hay «lazos causales», ni «necesidad», ni «no-libertad psicológica», allí no sigue «el efecto a la causa», allí no gobierna «ley» ninguna. Nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas, la sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número, la ley, la libertad, el motivo, la finalidad; y siempre que a este mundo de signos lo introducimos ficticiamente y lo entremezclamos, como si fuera un «en sí», en las cosas, continuamos actuando de igual manera que hemos actuado siempre, a saber, de manera mitológica. La «voluntad no libre» es mitología: en la vida real no hay más que voluntad fuerte y voluntad débil. - Constituye casi siempre ya un síntoma de lo que a un pensador le falta el hecho de que, en toda «conexión causal» y en toda «necesidad psicológica», tenga el sentimiento de algo de coacción, de necesidad, de sucesión obligada, de presión, de falta de libertad: el tener precisamente ese sentimiento resulta delator, - la persona se delata a sí misma. Y en general, si mis observaciones son correctas, la «no libertad de la voluntad» se concibe como problema desde dos lados completamente opuestos, pero siempre de una manera hondamente personal: los unos no quieren renunciar a ningún precio a su «responsabilidad», a la fe en sí mismos, al derecho personal a su mérito (las razas vanidosas se encuentran en este lado -); los otros, a la inversa, no quieren salir responsables de nada, tener culpa de nada, y aspiran, desde un autodesprecio íntimo, a poder echar su carga sobre cualquier cosa. Estos últimos, cuando escriben libros, suelen asumir hoy la defensa de los criminales; una especie de compasión socialista es su disfraz más agradable. Y de he cho el fatalismo de los débiles de voluntad se embellece de modo sorprendente cuando sabe presentarse a sí mismo como la religion de la souffrance humaine [la religión del sufrimiento humano]: ése es su «buen gusto».


56 

Quien, como yo, se ha esforzado durante largo tiempo, con cierto afán enigmático, por pensar a fondo el pesimismo y por redimirlo de la estrechez y simpleza mitad cristianas mitad alemanas con que ha acabado presentándose a este siglo, a saber, en la figura de la filosofía schopenhaueriana; quien ha escrutado realmente, con ojos asiáticos y superasiáticos, el interior y la hondura del modo de pensar más negador del mundo entre todos los modos posibles de pensar - y ha hecho esto desde más allá del bien y del mal, y ya no, como Buda y Schopenhauer, bajo el hechizo y la ilusión de la moral, - quizá ése, justo por ello, sin que él lo quisiera propiamente, ha abierto sus ojos para ver el ideal opuesto: el ideal del hombre totalmente petulante, totalmente lleno de vida y totalmente afirmador del mundo, hombre que no sólo ha aprendido a resignarse y a soportar todo aquello que ha sido y es, sino que quiere volver a tenerlo tal como ha sido y como es, por toda la eternidad, gritando insaciablemente da chpol [¡que se repita!] no sólo a sí mismo, sino a la obra y al espectáculo entero, y no sólo a un espectáculo, sino, en el fondo, a aquel que tiene necesidad precisamente de ese espectáculo - y lo hace necesario: porque una y otra vez tiene necesidad de sí mismo - y lo hace necesario - - ¿Cómo? ¿Y esto no sería - circulus vitiosus deus [dioses un círculo vicioso]? 


260

En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encontrado ciertos rasgos que se repiten juntos y que van asociados con regularidad: hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos y se ha puesto de relieve una diferencia fundamental. Hay una moral de señores y hay una moral de esclavos; - me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con más frecuencia todavía aparecen la confusión de esas morales y su recíproco malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas - incluso en el mismo hombre, dentro de una sola alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido, o bien entre una especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentimiento de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada - o bien entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. En el primer caso, cuando los dominadores son quienes definen el concepto de «bueno», son los estados psíquicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de sí a aquellos seres en los que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: desprecia a esos seres. Obsérvese enseguida que en esta primera especie de moral la antítesis «bueno» y «malo» es sinónima de «aristocrático» y «despreciable»: -la antítesis «bueno» y «malvado» es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el mezquino, el que piensa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja maltratar, el adulador que pordiosea, ante todo el mentiroso: - creencia fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso. «Nosotros los veraces» - éste es el nombre que se daban a sí mismos los nobles en la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se aplicaron en todas partes primero a seres humanos y sólo de manera derivada y tardía a acciones: por lo cual constituye un craso desacierto el que los historiadores de la moral partan de preguntas como: «¿por qué ha sido alabada la acción compasiva?» La especie aristocrática de hombre se siente a sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es: «lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí», sabe que ella es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autoglorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: - también el hombre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro. « Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho», se dice en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía que brotaba, con todo derecho, del alma de un vikingo orgulloso. Esa especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de admonición, «el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca». Los aristócratas y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la compasión, o en el obrar por los demás, o en el désintéressement [desinterés]; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad y una ironía frente al «desinterés» forman parte de la moral aristocrática, exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los sentimientos de simpatía y el «corazón cálido». - Los poderosos son los que entienden de hon- rar, esto constituye su arte peculiar, su reino de la invención. El profundo respeto por la vejez y por la tradición - el derecho entero se apoya en ese doble respeto -la fe y el prejuicio favorables para con los antepasados y desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y cuando, a la inversa, los hombres de las «ideas modernas» creen de modo casi instintivo en el «progreso» y en «el futuro» y tienen cada vez menos respeto a la vejez, esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas «ideas». Pero lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se tienen deberes; de que, frente a los seres de rango inferior, frente a todo lo extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o «como quiera el corazón», y, en todo caso, «más allá del bien y del mal» -: acaso aquí tengan su sitio la compasión y otras cosas del mismo género. La capacidad y el deber de sentir un agradecimiento prolongado y una venganza prolongada - ambas cosas, sólo entre iguales -, la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la amistad, una cierta necesidad de tener enemigos (como canales de desagüe, por así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez - en el fondo, para poder ser buen amigo): todos ésos son caracteres típicos de la moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las «ideas modernas», por lo cual hoy resulta difícil sentirla y también es dificil desenterrarla y descubrirla. - Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente se expresará aquí una suspicacia pesimista frente a la entera situación del hombre, tal vez una condena del hombre, así como de la situación en que se encuentra. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su desconfianza frente a todo lo «bueno» que allí es honrado -, quisiera convencerse de que la felicidad misma no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es la compasión, la mano afable y socorredora, el corazón cálido, la paciencia, la diligencia, la humildad, la amabilidad lo que aquí se honra, pues estas propiedades son aquí las más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia. La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis «bueno» y «malvado»: - se considera que del mal forman parte el poder y la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de esclavos, el «malvado» inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente el «bueno» el que inspira y quiere inspirar temor, mientras que el hombre «malo» es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al «bueno» de esa moral - menosprecio que puede ser ligero y benévolo -, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: el bueno es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido, un bonhomme [un buen hombre]. En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras «bueno» y «estúpido». - Una última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal de un modo aristocrático de pensar y valorar. - Ya esto nos hace entender por qué el amor como pasión - es nuestra especialidad europea - tiene que tener sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es obra de los poetas-caballeros provenzales, de aquellos magníficos e ingeniosos hombres del «gai saber», a los cuales debe Europa tantas cosas y casi su propia existencia. -   

ASÍ HABLÓ ZARATHUSTRA. PRÓLOGO: APARTADOS 3 Y 4. SEGUNDA PARTE: SECCIÓN XXIV “EN LAS ISLAS AFORTUNADAS”


3

Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró

reunida en el mercado  una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición de un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo:

Yo os enseño el superhombre . El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis

hecho para superarlo?

Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser

vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre?


¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es

lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa .

Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas

en vosotros continúan siendo gusano. En otro tiempo fuisteis monos, y también ahora es el hombre más mono que cualquier mono.

Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser escindido, híbrido de planta y fantasma.

Pero ¿os mando yo que os convirtáis en fantasmas o en plantas?

¡Mirad, yo os enseño el superhombre!

El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!

¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os

hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no.

Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la

tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!

En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él

han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de la tierra!

En otro tiempo el alma miraba al cuerpo con desprecio: y ese desprecio era entonces lo

más alto: - el alma quería el cuerpo flaco, feo, famélico. Así pensaba escabullirse del

cuerpo y de la tierra.

Oh, también esa alma era flaca, fea y famélica: ¡y la crueldad era la voluptuosidad de

esa alma!

Mas vosotros también, hermanos míos, decidme: ¿qué anuncia vuestro cuerpo de vuestra alma? ¿No es vuestra alma acaso pobreza y suciedad y un lamentable bienestar? 

En verdad, una sucia corriente es el hombre. Es necesario ser un mar para poder recibir

una sucia corriente sin volverse impuro.

Mirad, yo os enseño el superhombre: él es ese mar, en él puede sumergirse vuestro gran desprecio.

¿Cuál es la máxima vivencia que vosotros podéis tener? La hora del gran desprecio. La

hora en que incluso vuestra felicidad se os convierta en náusea y eso mismo ocurra con

vuestra razón y con vuestra virtud.

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar. ¡Sin embargo, mi felicidad debería justificar incluso la existencia!»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi razón! ¿Ansía ella el saber lo mismo que el

león su alimento? ¡Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi virtud! Todavía no me ha puesto furioso. ¡Qué cansado estoy de mi bien y de mi mal! ¡Todo esto es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi justicia! No veo que yo sea un carbón ardiente.

¡Mas el justo es un carbón ardiente!» La hora en que digáis: «¡Qué importa mi compasión!

¿No es la compasión acaso la cruz en la que es clavado quien ama a los hombres?

Pero mi compasión no es una crucifixión.»

¿Habéis hablado ya así? ¿Habéis gritado ya así? ¡Ah, ojalá os hubiese yo oído ya gritar

así!

¡No vuestro pecado - vuestra moderación es lo que clama al cielo, vuestra mezquindad

hasta en vuestro pecado es lo que clama al cielo! 

¿Dónde está el rayo que os lama con su lengua? ¿Dónde la demencia que habría que

inocularos?

Mirad, yo os enseño el superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa demencia! -

Cuando Zaratustra hubo hablado así, uno del pueblo gritó: «Ya hemos oído hablar bastante del volatinero; ahora, ¡veámoslo también!» Y todo el pueblo se rió de Zaratustra.

Mas el volatinero, que creyó que aquello iba dicho por él, se puso a trabajar.


4

Mas Zaratustra contempló al pueblo y se maravilló. Luego habló así:

El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, - una cuerda sobre

un abismo. 

Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso

estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no una

meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso.

Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado.

Yo amo a los grandes despreciadores, pues ellos son los grandes veneradores, y flechas

del anhelo hacia la otra orilla. Yo amo a quienes, para hundirse en su ocaso y sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas: sino que se sacrifican a la tierra para que ésta llegue alguna vez a ser del superhombre. Yo amo a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez viva el superhombre. Y quiere así su propio ocaso.

Yo amo a quien trabaja e inventa para construirle la casa al superhombre y prepara para él la tierra, el animal y la planta: pues quiere así su propio ocaso.

Yo amo a quien ama su virtud: pues la virtud es voluntad de ocaso y una flecha del anhelo.

Yo amo a quien no reserva para sí ni una gota de espíritu, sino que quiere ser íntegramente el espíritu de su virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el puente.

Yo amo a quien de su virtud hace su inclinación y su fatalidad: quiere así, por amor a su virtud, seguir viviendo y no seguir viviendo.

Yo amo a quien no quiere tener demasiadas virtudes. Una virtud es más virtud que dos, porque es un nudo más fuerte del que se cuelga la fatalidad.

Yo amo a aquel cuya alma se prodiga, y no quiere recibir agradecimiento ni devuelve

nada: pues él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo .

Yo amo a quien se avergüenza cuando el dado, al caer, le da suerte, y entonces se pregunta:

¿acaso soy yo un jugador que hace trampas? - pues quiere perecer.

Yo amo a quien delante de sus acciones arroja palabras de oro y cumple siempre más

de lo que promete: pues quiere su ocaso.

Yo amo a quien justifica a los hombres del futuro y redime a los del pasado: pues quiere

perecer a causa dé los hombres del presente.

Yo amo a quien castiga a su dios porque ama a su dios : pues tiene que perecer por la

cólera de su dios.

Yo amo a aquel cuya alma es profunda incluso cuando se la hiere, y que puede perecer

a causa de una pequeña vivencia: pasa así de buen grado por el puente.

Yo amo a aquel cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo, y todas las cosas

están dentro de él: todas las cosas se transforman así en su ocaso.

Yo amo a quien es de espíritu libre y de corazón libre: su cabeza no es así más que las

entrañas de su corazón, pero su corazón lo empuja al ocaso.

Yo amo a todos aquellos que son como gotas pesadas que caen una a una de la oscura

nube suspendida sobre el hombre: ellos anuncian que el rayo viene, y perecen como

anunciadores.

Mirad, yo soy un anunciador del rayo y una pesada gota que cae de la nube: mas ese rayo se llama superhombre. -



En las islas afortunadas 

Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces; y, conforme caen, su roja piel se

abre. Un viento del norte soy yo para higos maduros.

Así, cual higos, caen estas enseñanzas hasta vosotros, amigos míos: ¡bebed su jugo y su

dulce carne! Nos rodea el otoño, y el cielo puro, y la tarde .

¡Ved qué plenitud hay en torno a nosotros! Y es bello mirar, desde la sobreabundancia,

hacia mares lejanos.

En otro tiempo decíase Dios cuando se miraba hacia mares lejanos; pero ahora yo os he

enseñado a decir: superhombre.

Dios es una suposición; pero yo quiero que vuestro suponer no vaya más lejos que

vuestra voluntad creadora.

¿Podríais vosotros crear un Dios? - ¡Pues entonces no me habléis de dioses! Mas el superhombre sí podríais crearlo. ¡Acaso no vosotros mismos, hermanos míos! Pero podríais

transformaros en padres y antepasados del superhombre: ¡y sea éste vuestro mejor crear!-

Dios es una suposición: mas yo quiero que vuestro suponer se mantenga dentro de los

límites de lo pensable.

¿Podríais vosotros pensar un Dios? - Mas la voluntad de verdad signifique para vosotros esto, ¡que todo sea transformado en algo pensable para el hombre, visible para el hombre, sensible para el hombre! ¡Vuestros propios sentidos debéis pensarlos hasta el final! 

Y eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros:

¡vuestra razón, vuestra imagen, vuestra voluntad, vuestro amor deben devenir ese

mundo! ¡Y, en verdad, para vuestra bienaventuranza, hombres del conocimiento!

¿Y cómo ibais a soportar la vida sin esta esperanza, vosotros los que conocéis? No os

ha sido lícito estableceros por nacimiento en lo incomprensible, ni tampoco en lo irracional.


Mas para revelaros totalmente mi corazón a vosotros, amigos: si hubiera dioses, ¡cómo

soportaría yo el no ser Dios! Por lo tanto, no hay dioses.

Es cierto que yo he sacado esa conclusión; pero ahora ella me saca a mí . -

Dios es una suposición: mas ¿quién bebería todo el tormento de esa suposición sin morir?

¿Su fe le debe ser quitada al creador, y al águila su cernerse en lejanías aquilinas?

Dios es un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho y que hace voltearse a todo

lo que está de pie. ¿Cómo? ¿Estaría abolido el tiempo, y todo lo perecedero sería únicamente

mentira?

Pensar esto es remolino y vértigo para osamentas humanas, y hasta un vómito para el

estómago: en verdad, la enfermedad mareante llamo yo a suponer tal cosa.

¡Malvadas llamo, y enemigas del hombre, a todas esas doctrinas de lo Uno y lo Lleno y

lo Inmóvil y lo Saciado y lo Imperecedero!

¡Todo lo imperecedero - no es más que un símbolo!  Y los poetas mienten demasiado .-

De tiempo y de devenir es de lo que deben hablar los mejores símbolos; ¡una alabanza

deben ser y una justificación de todo lo perecedero!

Crear - ésa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida.

Mas para que el creador exista son necesarios sufrimiento y muchas transformaciones.

¡Sí, muchos amargos morires tiene que haber en nuestra vida, creadores! De ese modo

sois defensores y justificadores de todo lo perecedero.

Para ser el hijo que vuelve a nacer, para ser eso el creador mismo tiene que querer ser

también la parturienta y los dolores de la parturienta.

En verdad, a través de cien almas he recorrido mi camino, y a través de cien cunas y

dolores de parto. Muchas son las veces que me he despedido, conozco las horas finales

que desgarran el corazón.

Pero así lo quiere mi voluntad creadora, mi destino. O, para decíroslo con mayor honestidad:

justo tal destino - es el que mi voluntad quiere.

Todo lo sensible en mí sufre y se encuentra en prisiones: pero mi querer viene siempre

a mí como mi liberador y portador de alegría.

El querer hace libres : ésta es la verdadera doctrina acerca de la voluntad y la libertad

- así os lo enseña Zaratustra.

¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran cansancio permanezca

siempre alejado de mí!

También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y

devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, esto ocurre porque en él hay voluntad de engendrar.

Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los

dioses - existiesen!

Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ardiente voluntad de crear; así se siente impulsado el martillo hacia la piedra.

¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes!

¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!

Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa? 

Quiero acabarlo: pues una sombra  ha llegado hasta mí -¡la más silenciosa y más ligera de todas las cosas vino una vez a mí!

La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos!

¡Qué me importan ya - los dioses! –

Así habló Zaratustra.


LA GENEALOGÍA DE LA MORAL. PARTE I: SECCIÓN 10, E INICIO DE 11. PARTE II: SECCIÓN 24
. PARTE III: SECCIONES: 11, 12 Y 13. 


Parte I. 

Sección 10 

La rebelión de los esclavos en la moral empieza cuando el resentimiento se torna él mismo creador y da a luz valores: el resentimiento de los seres a los que les está negada la auténtica reacción, la de las obras, y que solamente pueden compensar ese déficit con una venganza imaginaria. Mientras que toda la moral noble crece de un triunfante decirse <sí> a sí mismo, la moral de los esclavos dice de antemano <no> a todo <fuera>, a todo lo <distinto>, a todo <no yo>: y este <no> es su obra creadora. Precisamente esta inversión de la mirada que pone valores —esta dirección necesaria hacia afuera en vez de hacia sí mismo— forma parte del resentimiento: para surgir, la moral de esclavos siempre necesita primero un mundo contrario y exterior; para actuar de algún modo necesita, fisiológicamente hablando, estímulos externos: su acción es, desde el fondo, reacción. En el modo de valoración noble sucede exactamente lo contrario: actúa y crece con espontaneidad, busca su contrario solamente para decirse <sí> a sí mismo de manera todavía más agradecida, todavía más jubilosa, y su concepto negativo, el de lo <bajo>, <vulgar>, <malo>, es solamente una imagen de contraste, pálida y tardía de su concepto fundamental positivo, empapado de vida y rebosante de pasión: <¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros lo felices!>. Cuando el modo de valoración noble se equivoca y peca contra la realidad, eso sucede en lo que se refiere a la esfera que todavía no conoce lo suficiente, o incluso contra cuyo real conocimiento toma una actitud reacia y se pone a la defensiva: en determinadas circunstancias, malentiende la esfera que desprecia, la del hombre vulgar, la del pueblo bajo. Téngase en cuenta, por otra parte, que en todo caso las emociones del desprecio, del mirar por encima del hombro, de la mirada de superioridad, suponiendo que falseen la imagen de lo despreciado, quedarán muy por detrás del falseamiento con el que el odio guardado, la venganza del impotente, atenta contra su adversario (in effigie, naturalmente). De hecho, en el desprecio hay mezclados demasiado descuido, demasiado tomarse todo a la ligera, demasiado mirar para otro sitio e impaciencia, incluso demasiada alegría propia, como para que estuviese en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y monstruo. No se dejen de oír las mances casi 

benévolas que por ejemplo la nobleza griega introduce en todas las palabras con las que separa de sí al pueblo bajo, cómo continuamente se entremezclan y endulzan con una especie de compasión, de consideración, de indulgencia, hasta el extremo de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar terminan siendo expresiones que designan <infeliz>, al <digno de compasión> (véanse óóó, los dos últimos términos designan propiamente al hombre vulgar como esclavo de trabajo y como animal de carga), y cómo, por otra parte, <malo>, <bajo>, <infeliz> no han cesado nunca de terminar para el oído griego en un tono, con un timbre, en el que predomina el de <infeliz>: esta es una herencia del antiguo modo de valoración noble y aristocrático, que también cuando desprecia lo hace del modo que le es propio (recuerden los filólogos en qué sentido se utilizan oóó). Los <bien nacidos> se sentían precisamente como los <felices>, no tenían que construir artificialmente su felicidad mirando a sus enemigos, en determinadas circunstancias autoconvenciéndose de ella, mintiéndola (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento). Asimismo, como hombres plenos, repletos de fuerza, y en consecuencia necesariamente activos, no sabían separar de la felicidad el obrar: en ellos, la actividad se cuenta con necesidad entre lo perteneciente a la felicidad (de donde toma su origen 32). Todo ello muy en contraposición con la <felicidad> en el nivel de los impotentes, apesadumbrados, ulcerados por sentimientos venenosos y de hostilidad, en quienes la felicidad aparece esencialmente como narcótico, sedante, tranquilidad, paz, <Sabbat>, distensión del ánimo y relajamiento de los miembros; en suma, pasivamente. Mientras que el hombre noble vive ante sí mismo con confianza y apertura  <de noble linaje>, subraya la nuance de <sincero> y probablemente también <ingenuo>), el hombre del resentimiento no es sincero ni ingenuo, ni tampoco veraz y rectilíneo consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama las guaridas, los caminos subrepticios y las puertas traseras; todos los escondrijos le parecen ser su mundo, su seguridad, su solaz; se leda muy bien callar, no olvidar, esperar, empequeñecerse provisionalmente, humillarse. Una raza de esos hombres del resentimiento termina necesariamente por ser mas prudente que cualquier raza noble, y también tributará a la prudencia honores en medida enteramente distinta, a saber, viendo en ella una condición existencial de primer rango, mientras que en los hombres nobles la prudencia es fácil que tenga en sí misma un fino regusto a lujo y refinamiento: no es ni por asomo tan esencial como la perfecta seguridad funcional de los instintos reguladores inconscientes, o incluso como una cierta imprudencia, del tipo del valiente acometer, sea al peligro, sea al enemigo, o como aquella loca y súbita descarga de la ira, del amor, de la reverencia, de la gratitud y de la venganza, en la que en todas las épocas se han reconocido a sí mismas las almas nobles. El resentimiento mismo del hombre noble; cuando se da en él, se desarrolla y agota en una reacción inmediata, no envenena, mientras que, por otra parte, ni siquiera se da en incontables casos en los que es inevitable en todos los débiles e impotentes. No poder tomar en serio durante mucho tiempo a los propios enemigos, a los propios infortunios, a las propias fechorías mismas: esta es la señal de las naturalezas plenas y fuertes, en las que hay un sobrante de fuerza plástica, configuradora, que cura y que también hace olvidar (un buen ejemplo de ello tomado del mundo moderno es Mirabeau, quien no tenía memoria para los insultos y las maldades que se cometían contra él, y que, so no podía perdonar, ellos se debía exclusivamente a que... olvidaba). Un hombre como ese sacude de sí con un solo movimiento muchos gusanos que en otros anidan profundamente, y solo aquí es posible —en el caso de que lo sea en este mundo— el auténtico <amor a los enemigos> ¡Cuánta reverencia por sus enemigos tiene, en efecto, un hombre noble! Y esa reverencia es ya un puente hacia el amor... ¡Exige su enemigo para sí, como su galardón, no soporta otro enemigo que aquel en el que no haya nada que despreciar a sí muchísimo que honrar! Pensamos en cambio en <el enemigo> tal y como lo concibe el hombre del resentimiento. En él tiene precisamente su obra, su creación: ha concebido al <malvado enemigo>, al malvado, y, por cierto, como concepto fundamental, a cuya imagen y como contrario suyo idea un <bueno>: ¡él mismo!... 

11 

¡Así pues, justo al revés de lo que sucede en el noble, quien concibe el concepto fundamental de <bueno> de antemano y espontáneamente, a saber, desde sí mismo, y solo desde ahí se hace una idea de <malo>! Este <malo> de origen noble y ese <malvado> procedente de la cuba de fermentación del odio sin saciar —el primero una imagen, algo accesorio, un color complementario; el segundo en cambio, el original, el comienzo, la auténtica obra en la concepción de una moral de esclavos—, ¡cuán distintas son entre sí las dos palabras de <malo> y <malvado>, opuestas aparentemente al mismo concepto de <bueno>! Pero no es el mismo concepto de <bueno>: preguntémonos más bien quién es propiamente <malvado> en el sentido de la moral del resentimiento. Para responder con todo rigor: precisamente <el bueno> de la otra moral, precisamente el noble, el poderoso, el que domina, solo que cambiado de color, reinterpretado, visto al revés con la mirada envenenada del resentimiento. 



Parte II

Sección 24 

Termino con tres signos de interrogación, ya se ve. <Aquí, ¿qué sucede realmente, se levanta un ideal o se derriba?>, puede que se me pregunte... pero ¿os habéis preguntado a vosotros mismos alguna vez lo suficiente qué precio ha habido que pagar en este mundo para levantar todo ideal? ¿Cuánta realidad tuvo que ser calumniada y malentendida para ello, cuánta mentira justificad, cuánta conciencia trastocada, cuánto <Dios> inmolado en cada ocasión? Para que se pueda levantar un santuario es 

necesario destruir un santuario: esta es la ley, ¡que alguien me muestre un caso en que no se cumpla!... Nosotros, hombres modernos, somos los herederos de una vivisección de la conciencia y de una autotortura de animales que ha durado milenios: en eso es en lo que durante más tiempo nos hemos ejercitado, ahí reside quizá nuestra maestría de artistas, en todo caso nuestro refinamiento, nuestro gusto estropeado a fuerza de mimarlo. El hombre ha mirado <con malos ojos> durante demasiado tiempo sus tendencias naturales, de manera que estas han acabado por hermanarse en él con la <mala conciencia>. El intento inverso sería posible de suyo, pero ¿quién tiene la fuerza suficiente para emprenderlo? Me refiero al intento de hermanar con la mala conciencia las tendencias innaturales, todas aquellas aspiraciones a lo situado más allá, a lo contrario a los sentidos, a lo contrario a los instintos, a lo contrario a la naturaleza, a lo contrario a lo animal, en suma, los ideales existentes hasta la fecha, que son todos ellos ideales enemigos de la vida, ideales calumniadores del mundo. ¿A quién dirigirse hoy con tales esperanzas y pretensiones?... Precisamente a las buenas personas las tendríamos contra nosotros; además, como es justo que suceda, a los cómodos, a los reconciliados, a los vanidosos, a los que ven visiones, a los cansados... ¿Qué ofende más hondamente, qué aísla tan profundamente como dejar que se note algo del rigor y altura con los que uno se trata a sí mismo? Y, a la inversa, ¡qué favorable, qué amable se muestra el mundo entero con nosotros tan pronto hacemos como el mundo entero y nos <dejamos ir> como el mundo entero!... Para alcanzar aquella meta haría falta un tipo de espíritus distinto de los que son probables precisamente en esta época: espíritus fortalecidos por guerras y victorias, para los que la conquista, la aventura, el peligro, el dolor incluso, hayan llegado a convertirse en una necesidad; haría falta para ello acostumbrarse al aire cortante de las alturas, a caminatas invernales, al hielo y la montaña en todos los sentidos; haría falta para ello incluso una especie de sublime maldad, una última travesura del conocimiento muy intencionada y segurísima de sí misma, que forma parte de la gran salud; ¡haría falta, dicho con toda brevedad y maldad, precisamente esa gran salud!... ¿Es siquiera posible, precisamente hoy? Pero alguna vez, en una época más fuerte que este presente podrido y que duda de sí mismo, tiene que terminar por venirnos, el hombre redentor, con su gran amor y su gran desprecio, el espíritu creador, a quien la fuerza que le empuja le obliga a alejarse una y otra vez de todo aparte y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el pueblo como si fuese una huida de la realidad, mientras que únicamente es su hundimiento, enterramiento, profundización en la realidad a fin de, algún día, cuando vuelva a salir a la luz, sacar de ahí y traer a casa, para esa misma realidad, la redención: su redención de la maldición que el ideal que ha habido hasta ahora ha hecho recaer sobre ella. Este hombre del futuro, que nos redimirá tanto del ideal que ha habido hasta ahora como de lo que 

tenía que crecer de él, de la gran repugnancia, de la voluntad de la nada, del nihilismo; esta campanada de mediodía y de la gran decisión que vuelve a hacer libre a la voluntad, que le devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, este Anticristo y antinihilista, este vencedor de Dios y de la nada, tiene que venir algún día... 


Parte III

Secciones 11 (fragmento), 12 y 13

11 

(…) 

La idea por la que aquí se lucha es la valoración de nuestra vida por los sacerdotes ascéticos: esta última (junto con aquello de lo que forma parte, la <naturaleza>, el <mundo>, toda la esfera del devenir y de los pasajero) es puesta en relación por ellos con una existencia de tipo enteramente distinto y con la cual nuestra vida guarda una relación de contraposición y exclusión, a no ser que se vuelva 

contra sí misma, que se niegue a sí misma: en ese caso, que es el caso de una vida ascética, la vida se considera como un puente hacia aquella otra existencia. El asceta trata a la vida como un camino errado que finalmente se debe desandar hasta llegar allí donde comienza, o como un error que se refuta, que se debe refutar, por la vía de los hechos: pues él exige que se vaya con él, impone por la fuerza, siempre que puede, su valoración de la existencia. ¿Qué significa esto? Ese modo de valoración, verdaderamente enorme, no está inscrito en la historia del hombre como un caso excepcional o un curiosum: es uno de los hechos más anchos y más largos que existen. Leída desde un astro lejano, la escritura en mayúsculas de nuestra existencia terrena puede que llevase a extraer la conclusión errónea de que la Tierra es el astro ascético en sentido propio, un rincón de criaturas malhumoradas, orgullosas y repelentes que no logran liberarse en modo alguno de una profunda irritación contra ellas mismas, contra el mundo y contra toda la vida, y que se hacen a sí mismas todo el daño que pueden, por placer en hacer daño: probablemente su único placer. Consideremos si no con qué regularidad, qué universalmente, cómo en casi todas las épocas aparece en escena el sacerdote ascético; no pertenece a ninguna raza concreta; se desarrolla óptimamente en todas partes; sale y crece de todos los estamentos. No es que críe y reproduzca en otros su modo de valorar por vía de herencia: es lo contrario lo que sucede, y, hablando en términos generales, un profundo instinto le prohíbe más bien la reproducción. Tiene que ser una necesidad de primer rango la que hacer crecer y desarrollarse una y otra vez a esta especie enemiga de la vida, tiene que ser un interés de la vida misma en que semejante tipo de autocontradicción no se extinga. Pues una vida ascética es una autocontradicción: aquí domina un resentimiento sin igual, el de un instinto y una voluntad de poder no satisfechos que querrían enseñorearse no de algo de la vida, sino de la vida misma, de sus condiciones más profundas, fuertes e inferiores; aquí se hace un intento de utilizar la fuerza para cegar las fuentes de la fuerza; aquí se dirige la mirada verdosa y malvada contra el desarrollo fisiológico mismo, especialmente contra su expresión, la belleza, la alegría, mientras que en lo que sale mal, en la atrofia, en el dolor, en el infortunio, en lo feo, en los perjuicios voluntarios, en la negación de sí, en la autoflagelación y en la autoinmolación, se experimenta y se busca complacencia. Todo esto es paradójico en grado sumo: estamos aquí ante un íntimo desgarro que se quiere a sí mismo desgarrado, que disfruta de sí mismo en ese sufrimiento y que se va haciendo incluso más seguro de sí y triunfante en la misma medida en que disminuye su propio presupuesto, la capacidad fisiológica de vivir. <El triunfo precisamente en la última agonía>: bajo este signo superlativo ha luchado desde siempre el ideal ascético; en este enigma de seducción, en esta imagen de arrobamiento y tortura reconoció su luz más luminosa, su 

salvación, su victoria definitiva. Crux, nux, lux son para él una y la misma cosa. 

12 

Suponiendo que esa voluntad encarnada de contradicción y de la contranaturaleza sea llevada a filosofar: ¿contra qué descargará si más íntima arbitrariedad? Contra aquello que se experimenta con más seguridad como verdadero, como real: buscará el error precisamente allí donde el auténtico instinto de la vida coloca la verdad de forma más incondicionada. Por ejemplo, como lo hicieron los ascetas de la filosofía del Vedanta, degradará la corporalidad a ilusión, el dolor lo mismo, la pluralidad, la entera contraposición conceptual de <sujeto> y <objeto>: ¡errores, nada más que errores! No dar fe al propio yo, negarse a sí mismo la <realidad>: ¡qué triunfo!, ya no solo sobre los sentidos, sobre la apariencia externa, sino un tipo de triunfo mucho más elevado, una violación y crueldad cometidas sobre la razón, y esa voluptuosidad llega a su cumbre cuando el autodesprecio y autoescarnio ascético de la razón decreta: < ¡hay un reino de la verdad y del ser, pero precisamente la razón queda excluida de él!>... (Dicho sea de paso: incluso en el concepto kantiano del <carácter inteligible de las cosas> queda todavía algún resto de ese lascivo desgarro interior, propio de los ascetas, que gusta de volver a la razón contra la razón: <carácter inteligible> significa para Kant una especia de índole de las cosas de la que el intelecto todo lo que comprende es que es absolutamente incompresible para el intelecto). No seamos al cabo, precisamente como conocedores, desagradecidos con esas resueltas inversiones de las perspectivas y valoraciones acostumbradas, con las que el espíritu ha descargado su ira contra sí mismo durante demasiado tiempo y, según parece, tan criminal como inútilmente: ver por una vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo, no es pequeña disciplina y preparación del intelecto para la <objetividad> que tendrá algún día, entendiendo esta última no como <contemplación desinteresada> (que es una noción absurda y un contrasentido), sino como la facultad de tener en nuestro poder el pro y el contra y darlos o retirarlos, de manera que sepamos sacar partido para el conocimiento precisamente de la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones emocionales. Guardémonos mejor a partir de ahora, mis señores filósofos, de la peligrosa y antigua fabulación conceptual que ha establecido un <sujeto de conocimiento puro, ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo>, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios como <razón pura>, <espiritualidad absoluta>, <conocimiento en sí>: ahí se exige siempre pensar un ojo que no se puede 

pensar en modo alguno, un ojo que no debe tener dirección alguna, en el que deben estar imposibilitadas de actuar, deben faltar, aquellas fuerzas activas e interpretativas que se necesitan para que ver se convierta en ver algo; ahí se exige siempre, así pues, un ojo que es un contrasentido y un absurdo. Solo hay un ver perspectivístico, solo un <conocer perspectivístico, y cuantas más emociones dejemos que tomen la palabra acerca de una cosa, cuantos más ojos, ojos diferentes, sepamos emplear para la misma cosa, tanto más completos serán nuestro <concepto> de esa cosa y nuestra <objetividad>.pero eliminar absolutamente la voluntad, suspender las emociones sin excepción, alguna, suponiendo que pudiésemos hacerlo: ¿no significaría acaso castrar al intelecto?... 

13 

Pero volvamos sobre nuestros pasos. Una autocontradición como la que parece darse en el asceta, <vida contra vida>, cuando se la examina fisiológica y ya no psicológicamente, es —según resulta evidente ya de entrada— sencillamente un absurdo. Solo puede ser aparente; tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, fórmula, acomodación, un malentendido psicológico de algo cuya naturaleza propia durante largo tiempo no pudo ser entendida, durante largo tiempo no pudo ser designada en sí misma: una mera palabra, aprisionada en vieja laguna del conocimiento humano. Permitidme que exponga brevemente los hechos que hablan en su contra: el ideal acético surge del instinto de protección y curativo de una vida que degenera, que trata de mantenerse por todos los medios y que lucha por su existencia; remite a una inhibición y cansancio fisiológico parciales, contra los que los instintos de la vida más profundos, que permanecen intactos, luchan ininterrumpidamente con nuevos medios e invenciones. El ideal ascético es uno de esos medios: sucede por tanto justo lo contrario de lo que piensan quienes veneran ese ideal; la vida pugna en él y mediante él con la muerte y contra la muerte, el ideal ascético es una estratagema en la conservación de la vida. Que ese ideal pudiese dominar y hacerse poderoso sobre el hombre —especialmente dondequiera que se impuso la civilización y domesticación del hombre— en tan gran medida como nos enseña la historia: ahí se expresa un gran hecho, la índole enfermiza del tipo de hombre que ha habido hasta ahora, al menos del hombre que ha sido domesticado, la pugna fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío por la vida, con el cansancio, con el deseo de un <final>). El sacerdote ascético es el deseo encarnado de ser de otro modo, de estar en otro sitio, y, por cierto, el grado más alto de ese deseo, su auténtico fervor y pasión; pero precisamente el poder de su deseo 

es la cadena que le ata aquí, precisamente por ello es por lo que se convierte en un instrumento que tiene que trabajar en la creación de condiciones más favorables para el ser aquí y el ser persona, y precisamente con ese poder retiene en la existencia a todo el rebaño de los que han salido mal, de los destemplados, de los que han salido perdiendo, de los desafortunados, de los que surgen de sí (los hay de muchos tipos), precediéndoles instintivamente como pastor. Ya se me va entendiendo: ese sacerdote ascético, ese —según parece— enemigo de la vida, ese negador, se cuenta precisamente entre las fuerzas verdaderamente grandes que conservan y dicen sí a la vida... ¿De dónde viene esa índole enfermiza? Pues el hombre es más enfermo, inseguro, cambiante, inestable que cualquier otro animal, de ello no cabe duda. Es el animal enfermo: ¿a qué se debe? Es seguro que ha arriesgado, innovado, resistido, desafiado al destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, el no saciado, que pugna por el dominio último con los animales, con la naturaleza y con los dioses; él, el todavía no domeñado, el eternamente futuro, que ya no encuentra descanso de su propia fuerza impulsora, de manera que su futuro le hurga en la carne de todo presente con la inexorabilidad de una espuela: ¿cómo no iba a ser un animal así de animoso y de rico también el que más peligro corre, el durante más tiempo y más profundamente enfermo de todos los animales enfermos?... El hombre está harto, con no poca frecuencia, y hay epidemias enteras de ese estar harto (así sucedió alrededor de 1348, en la época de la danza de la muerte). Pero incluso esa repugnancia, ese cansancio, esa irritación contra él mismo: todo sale de él con tanta fuerza que inmediatamente vuelve a convertirse en una nueva cadena. El <no> que dice a la vida saca a la luz como por arte de magia una plenitud de <síes> más delicados; incluso sucede que, cuando se hiere este maestro de la destrucción, de la autodestrucción, después es la herida misma la que le fuerza a vivir... 



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