Kant: Fundamentación de la Metafísica de las costumbres
Kant: Fundamentación de la Metafísica de las costumbres
INSTRUCCIONES DE USO DE SUBRAYADOS:
Resumen brevecosa destacable
(aclaración)
EPÍGRAFES:
I.- [La función de la inteligencia humana.]II.- [El impulso hacia la verdad.]
III.- [La inteligencia humana en sociedad desarrolla el lenguaje.]
IV.- [La formación de los conceptos]
V.- [La verdad]
VI.- [El origen del impulso hacia la verdad]
VII.- [El sentido de las leyes naturales]
VIII.- [La construcción de los conceptos]
IX.- [El impulso a la elaboración de metáforas]
X.- [Contraposición entre el hombre intuitivo y el hombre racional]
CAPÍTULO 1: TRÁNSITO DEL CONOCIMIENTO MORAL VULGAR DE LA RAZÓN AL CONOCIMIENTO FILOSÓFICO
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. Ejemplos de cosas que no son buenas sin buena voluntad
El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.
Ejemplos de cosas que favorecen la buena voluntad, pero no lo son
Ejemplos de cosas que favorecen la buena voluntad, pero no lo son
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demástributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.
Por qué es buena la buena voluntad (y por qué no necesita que se haga lo que se ha propuesto: no necesita utilidad)
Por qué es buena la buena voluntad (y por qué no necesita que se haga lo que se ha propuesto: no necesita utilidad)
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito (aunque no se pudiera hacer o llevar a cabo lo que uno quiera); si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo poseo su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los poco versados-, que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.
Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de
suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.
Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige,
igualmente en los demás; un hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.
Asegurar la felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total todas las inclinaciones. Pero el precepto de la
felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.
Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es
el único que puede ser ordenado.
Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de
suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.
Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige,
igualmente en los demás; un hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.
Asegurar la felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total todas las inclinaciones. Pero el precepto de la
felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.
Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es
el único que puede ser ordenado.
CAPÍTULO 2. TRÁNSITO DE LA FILOSOFÍA MORAL A LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES
Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racionalposee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por
principios; posee una voluntad. Como para derivar las acciones de las
leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón
práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las
acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias,
son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una
facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de
la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. Pero
si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la
voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos
resortes) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la
voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente
sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente
como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de
tal voluntad, en conformidad con las leyes objetivas, llámase constricción,
es decir, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no enteramente
buena es representada como la determinación de la voluntad de un ser
racional por fundamentos de la voluntad, sí, pero por fundamentos a los
cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.
La representación de un principio objetivo, en tanto que es
constrictivo para una voluntad, llámase mandato (de la razón), y la
fórmula del mandato llámase imperativo.
Todos los imperativos exprésanse por medio de un «debe ser» y
muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad
que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por
tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero
lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo por que se le
represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que
determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y,
consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, -por
fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Distínguese
de lo agradable, siendo esto último lo que ejerce influjo sobre la voluntad
por medio solamente de la sensación, por causas meramente subjetivas,
que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido
para cualquiera.
( La dependencia en que está la facultad de desear de las sensaciones llámase
leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida
por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, según su
constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación
del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una
voluntad santa, no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí
lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con
la ley. Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la
relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección
subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional; verbigracia, de la
voluntad humana.
Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya
categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una
acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es
posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase
una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como
objetivamente necesaria.
Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por
tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente
por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la
determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una
voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo
como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético;
pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria
en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal
voluntad, entonces es el imperativo categórico.
El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí, es buena, y
representa la regla práctica en relación con una voluntad que no hace una
acción sólo por que ésta sea buena, porque el sujeto no siempre sabe que
es buena, y también porque, aun cuando lo supiera, pudieran sus máximas
ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.
El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para
algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio
problemático-práctico; en el segundo caso es un principio asertóricopráctico.
El imperativo categórico que, sin referencia a propósito alguno,
es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en
sí, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico.
Lo que sólo es posible mediante las fuerzas de algún ser racional,
puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad; por eso los
principios de la acción, en cuanto que ésta es representada como necesaria
para conseguir algún propósito posible realizable de ese modo, son en
realidad en número infinito. Todas las ciencias tienen alguna parte
práctica, que consiste en problemas que ponen algún fin como posible
para nosotros y en imperativos que dicen cómo pueda conseguirse tal fin.
Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de la habilidad. No se
trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer
para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar
perfectamente al hombre y los que sigue el envenenador para matarlo,
seguramente son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve
para realizar cumplidamente su propósito. En la primera juventud nadie
sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida; por eso los padres tratan de
que sus hijos aprendan muchas cosas y se cuidan de darles habilidad
para el uso de los medios útiles a toda suerte de fines cualesquiera, pues
no pueden determinar de ninguno de éstos que no ha de ser más tarde un
propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo tenga por
tal; y este cuidado es tan grande, que los padres olvidan por lo común de
reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que
pudieran proponerse como fines.
Hay, sin embargo, un fin que puede presuponerse real en todos los
seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres
dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino
que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una
necesidad natural, y éste es el propósito de la felicidad. El imperativo
hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio
para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como
necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para
un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre,
porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad para elegir los
medios conducentes al mayor posible bienestar propio, podemos llamarla
sagacidad en sentido estricto. Así, pues, el imperativo que se refiere a la
elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la
sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como
simple medio para otro propósito.
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún
propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta
inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia
de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio
de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el
ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede
llamarse el de la moralidad.
El querer según estas tres clases de principios distínguese también
claramente por la desigualdad de la constricción de la voluntad. Para
hacerla patente, creo yo que la denominación más acomodada, en el orden
de esos principios, sería decir que son, ora reglas de la habilidad, ora
consejos de la sagacidad, ora mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo
la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y
objetiva, y, por tanto, universalmente válida, y los mandatos son leyes a
las cuales hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de la
inclinación. El consejo, si bien encierra necesidad, es ésta válida sólo con
la condición subjetiva contingente de que este o aquel hombre cuente tal o
cual cosa entre las que pertenecen a su felicidad; en cambio, el imperativo
categórico no es limitado por condición alguna y puede llamarse
propiamente un mandato, por ser, como es, absoluta, aunque
prácticamente necesario. Los primeros imperativos podrían también
llamarse técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos
inclinación, la cual demuestra siempre una exigencia. Cuando una voluntad
determinada por contingencia depende de principios de la razón, llámase esto
interés. El interés se halla, pues, sólo en una voluntad dependiente, que no es por sí
misma siempre conforme a la razón; en la voluntad divina no cabe pensar con
interés. Pero la voluntad humana puede también tomar interés en algo, sin por ello
obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el
interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que depende la
voluntad de principios de la razón en sí misma; lo segundo, de los principios de la
razón respecto de la inclinación, pues en efecto, la razón no hace más que dar la
regla práctica de cómo podrá subvenirse a la exigencia de la inclinación. En el
primer caso, me interesa la acción; en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto
que me es agradable). Ya hemos visto en el primer capítulo que cuando una acción
se cumple por deber no hay que mirar al interés en el objeto, sino meramente en la
acción misma y su principio en la razón (la ley).)
Una voluntad perfectamente buena hallaríase, pues, igualmente bajoleyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida
por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, según su
constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación
del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una
voluntad santa, no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí
lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con
la ley. Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la
relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección
subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional; verbigracia, de la
voluntad humana.
Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya
categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una
acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es
posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase
una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como
objetivamente necesaria.
Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por
tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente
por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la
determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una
voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo
como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético;
pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria
en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal
voluntad, entonces es el imperativo categórico.
El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí, es buena, y
representa la regla práctica en relación con una voluntad que no hace una
acción sólo por que ésta sea buena, porque el sujeto no siempre sabe que
es buena, y también porque, aun cuando lo supiera, pudieran sus máximas
ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.
El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para
algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio
problemático-práctico; en el segundo caso es un principio asertóricopráctico.
El imperativo categórico que, sin referencia a propósito alguno,
es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en
sí, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico.
Lo que sólo es posible mediante las fuerzas de algún ser racional,
puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad; por eso los
principios de la acción, en cuanto que ésta es representada como necesaria
para conseguir algún propósito posible realizable de ese modo, son en
realidad en número infinito. Todas las ciencias tienen alguna parte
práctica, que consiste en problemas que ponen algún fin como posible
para nosotros y en imperativos que dicen cómo pueda conseguirse tal fin.
Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de la habilidad. No se
trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer
para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar
perfectamente al hombre y los que sigue el envenenador para matarlo,
seguramente son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve
para realizar cumplidamente su propósito. En la primera juventud nadie
sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida; por eso los padres tratan de
que sus hijos aprendan muchas cosas y se cuidan de darles habilidad
para el uso de los medios útiles a toda suerte de fines cualesquiera, pues
no pueden determinar de ninguno de éstos que no ha de ser más tarde un
propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo tenga por
tal; y este cuidado es tan grande, que los padres olvidan por lo común de
reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que
pudieran proponerse como fines.
Hay, sin embargo, un fin que puede presuponerse real en todos los
seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres
dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino
que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una
necesidad natural, y éste es el propósito de la felicidad. El imperativo
hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio
para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como
necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para
un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre,
porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad para elegir los
medios conducentes al mayor posible bienestar propio, podemos llamarla
sagacidad en sentido estricto. Así, pues, el imperativo que se refiere a la
elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la
sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como
simple medio para otro propósito.
Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún
propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta
inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia
de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio
de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el
ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede
llamarse el de la moralidad.
El querer según estas tres clases de principios distínguese también
claramente por la desigualdad de la constricción de la voluntad. Para
hacerla patente, creo yo que la denominación más acomodada, en el orden
de esos principios, sería decir que son, ora reglas de la habilidad, ora
consejos de la sagacidad, ora mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo
la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y
objetiva, y, por tanto, universalmente válida, y los mandatos son leyes a
las cuales hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de la
inclinación. El consejo, si bien encierra necesidad, es ésta válida sólo con
la condición subjetiva contingente de que este o aquel hombre cuente tal o
cual cosa entre las que pertenecen a su felicidad; en cambio, el imperativo
categórico no es limitado por condición alguna y puede llamarse
propiamente un mandato, por ser, como es, absoluta, aunque
prácticamente necesario. Los primeros imperativos podrían también
llamarse técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos
(nota al pie: La palabra sagacidad se toma en dos sentidos: en un caso puede llevar el nombre de
sagacidad mundana; en el otro, el de sagacidad privada. La primera es la habilidad
de un hombre que tiene influjo sobre los demás para usarlos en pro de sus
propósitos; la segunda es el conocimiento que reúne todos esos propósitos para el
propio provecho duradero. La segunda es propiamente la que da valor a la primera,
y de quien es sagaz en la primera acepción, y no en la segunda, podría mejor
decirse: es hábil y astuto, pero en total no es sagaz.
Paréceme que tal es la manera más exacta de determinar la función propia de la voz
pragmático. Llámanse, en efecto, pragmáticas las sanciones que no se originan
propiamente del derecho de los Estados como leyes necesarias, sino de la
providencia o cuidado de la felicidad universal. Una historia es pragmática cuando
nos hace sagaces, esto es, enseña al mundo cómo podrá procurar su provecho mejor
o, al menos, tan bien como los antecesores.)
(a la ventura o dicha), y los terceros, morales (a la conducta libre en general,
esto es, a las costumbres).
Y ahora se plantea la cuestión: ¿cómo son posibles todos esos
imperativos? Esta pregunta no desea saber cómo pueda pensarse el
cumplimiento de la acción que el imperativo ordena, sino cómo puede
pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa en el
problema. No hace falta explicar en especial cómo sea posible un
imperativo de habilidad. El que quiere el fin, quiere también (en tanto
que la razón tiene influjo decisivo sobre sus acciones) el medio
indispensablemente necesario para alcanzarlo, si está en su poder. Esa
proposición es, en lo que respecta al querer, analítica, pues en el querer
un objeto como efecto mío está pensada ya mi causalidad como causa
activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo saca ya el concepto
de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin
(para determinar los medios mismos conducentes a un propósito hacen
falta, sin duda, proposiciones sintéticas, pero que tocan, no al fundamento
para hacer real el acto de la voluntad, sino al fundamento para hacer real
el objeto). Que para dividir una línea en dos partes iguales, según un
principio seguro, tengo que trazar desde sus extremos dos arcos de
círculo, es cosa que la matemática enseña, sin duda por proposiciones
sintéticas; pero una vez que sé que sólo mediante esa acción puede
producirse el citado efecto, si quiero íntegro el efecto, quiero también la
acción que es necesaria para él, y esto último sí que es una proposición
analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto posible de
cierta manera por mí y representarme a mí mismo como obrando de esa
manera con respecto al tal efecto.
Los imperativos de la sagacidad coincidirían enteramente con los de
la habilidad y serían, como éstos, analíticos, si fuera igualmente fácil dar
un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí, diríase: el
que quiere el fin, quiere también (de conformidad con la razón,
necesariamente) los únicos medios que están para ello en su poder. Pero
es una desdicha que el concepto de la felicidad sea un concepto tan
indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca
puede decir por modo fijo y acorde consigo mismo lo que propiamente
quiere y desea. Y la causa de ello es que todos los elementos que
pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos, es decir, tienen que
derivarse de la experiencia, y que, sin embargo para la idea de la felicidad
se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual
y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible que un ente, el más
perspicaz posible y al mismo tiempo el más poderoso, sí es finito, se haga
un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto.
¿Quiere riqueza? ¡Cuántos cuidados, cuánta envidia, cuántas asechanzas
no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto
no haga sino darle una visión más aguda, que le mostrará más terribles
aún los males que están ahora ocultos para él y que no puede evitar, o
impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, nuevas y más
ardientes necesidades. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no
ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha
sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en
excesos que hubiera cometido de tener una salud perfecta? Etc., etc. En
suma: nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza,
qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal
determinación fuera indispensable tener omnisciencia. Así, pues, para ser
feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por consejos
empíricos: por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento,
etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan,
por término medio, el bienestar. De donde resulta que los imperativos de
la sagacidad hablando exactamente, no pueden mandar, esto es, exponer
objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; hay que
considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos
(praecepta) de la razón. Así, el problema: «determinar con seguridad y
universalidad qué acción fomente la felicidad de un ser racional», es
totalmente insoluble. Por eso no es posible con respecto a ella un
imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices,
porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que
descansa en meros fundamentos empíricos, de los cuales en vano se
esperará que hayan de determinar una acción por la cual se alcance la
totalidad de una serie, en realidad infinita, de consecuencias. Este
imperativo de la sagacidad sería además -admitiendo que los medios para
llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza- una proposición
analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en
que en éste el fin es sólo posible y en aquél el fin está dado; pero como
ambas ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser querido
como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien
quiere el fin es en ambos casos analítico. Así, pues, con respecto a la
posibilidad de tal imperativo, no hay dificultad alguna.
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda
alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste
no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no
puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos
hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo
alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay
semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen
categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando
se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de
tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor,
como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder
tu crédito al ser descubierto» sino que se afirma que una acción de esta
especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es
categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún
ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin
ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre
es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la
vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién
puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando
ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta
manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal
imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un
precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos
enseña solamente a tenerlo en cuenta.
Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de
un imperativo categórico, porque aquí no tenemos la ventaja de que la
realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la
posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo.
Mas provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el
imperativo categórico es el único que se expresa en ley práctica, y los
demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la
voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para
conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como
contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con
renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a
la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva en
al aquella necesidad que exigimos siempre en la ley.
En segundo lugar, en este imperativo categórico, o ley de la
moralidad, es muy grande también el fundamento de la dificultad -de
penetrar y conocer la posibilidad del mismo-. Es una proposición
sintético-práctica (nota al pie: Enlazo con la voluntad, sin con la voluntad, sin condición presupuesta de ninguna
esto es, a las costumbres).
Y ahora se plantea la cuestión: ¿cómo son posibles todos esos
imperativos? Esta pregunta no desea saber cómo pueda pensarse el
cumplimiento de la acción que el imperativo ordena, sino cómo puede
pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa en el
problema. No hace falta explicar en especial cómo sea posible un
imperativo de habilidad. El que quiere el fin, quiere también (en tanto
que la razón tiene influjo decisivo sobre sus acciones) el medio
indispensablemente necesario para alcanzarlo, si está en su poder. Esa
proposición es, en lo que respecta al querer, analítica, pues en el querer
un objeto como efecto mío está pensada ya mi causalidad como causa
activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo saca ya el concepto
de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin
(para determinar los medios mismos conducentes a un propósito hacen
falta, sin duda, proposiciones sintéticas, pero que tocan, no al fundamento
para hacer real el acto de la voluntad, sino al fundamento para hacer real
el objeto). Que para dividir una línea en dos partes iguales, según un
principio seguro, tengo que trazar desde sus extremos dos arcos de
círculo, es cosa que la matemática enseña, sin duda por proposiciones
sintéticas; pero una vez que sé que sólo mediante esa acción puede
producirse el citado efecto, si quiero íntegro el efecto, quiero también la
acción que es necesaria para él, y esto último sí que es una proposición
analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto posible de
cierta manera por mí y representarme a mí mismo como obrando de esa
manera con respecto al tal efecto.
Los imperativos de la sagacidad coincidirían enteramente con los de
la habilidad y serían, como éstos, analíticos, si fuera igualmente fácil dar
un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí, diríase: el
que quiere el fin, quiere también (de conformidad con la razón,
necesariamente) los únicos medios que están para ello en su poder. Pero
es una desdicha que el concepto de la felicidad sea un concepto tan
indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca
puede decir por modo fijo y acorde consigo mismo lo que propiamente
quiere y desea. Y la causa de ello es que todos los elementos que
pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos, es decir, tienen que
derivarse de la experiencia, y que, sin embargo para la idea de la felicidad
se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual
y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible que un ente, el más
perspicaz posible y al mismo tiempo el más poderoso, sí es finito, se haga
un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto.
¿Quiere riqueza? ¡Cuántos cuidados, cuánta envidia, cuántas asechanzas
no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto
no haga sino darle una visión más aguda, que le mostrará más terribles
aún los males que están ahora ocultos para él y que no puede evitar, o
impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, nuevas y más
ardientes necesidades. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no
ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha
sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en
excesos que hubiera cometido de tener una salud perfecta? Etc., etc. En
suma: nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza,
qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal
determinación fuera indispensable tener omnisciencia. Así, pues, para ser
feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por consejos
empíricos: por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento,
etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan,
por término medio, el bienestar. De donde resulta que los imperativos de
la sagacidad hablando exactamente, no pueden mandar, esto es, exponer
objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; hay que
considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos
(praecepta) de la razón. Así, el problema: «determinar con seguridad y
universalidad qué acción fomente la felicidad de un ser racional», es
totalmente insoluble. Por eso no es posible con respecto a ella un
imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices,
porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que
descansa en meros fundamentos empíricos, de los cuales en vano se
esperará que hayan de determinar una acción por la cual se alcance la
totalidad de una serie, en realidad infinita, de consecuencias. Este
imperativo de la sagacidad sería además -admitiendo que los medios para
llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza- una proposición
analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en
que en éste el fin es sólo posible y en aquél el fin está dado; pero como
ambas ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser querido
como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien
quiere el fin es en ambos casos analítico. Así, pues, con respecto a la
posibilidad de tal imperativo, no hay dificultad alguna.
En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda
alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste
no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no
puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos
hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo
alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay
semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen
categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando
se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de
tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor,
como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder
tu crédito al ser descubierto» sino que se afirma que una acción de esta
especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es
categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún
ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin
ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre
es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la
vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién
puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando
ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta
manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal
imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un
precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos
enseña solamente a tenerlo en cuenta.
Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de
un imperativo categórico, porque aquí no tenemos la ventaja de que la
realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la
posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo.
Mas provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el
imperativo categórico es el único que se expresa en ley práctica, y los
demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la
voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para
conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como
contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con
renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a
la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva en
al aquella necesidad que exigimos siempre en la ley.
En segundo lugar, en este imperativo categórico, o ley de la
moralidad, es muy grande también el fundamento de la dificultad -de
penetrar y conocer la posibilidad del mismo-. Es una proposición
sintético-práctica (nota al pie: Enlazo con la voluntad, sin con la voluntad, sin condición presupuesta de ninguna
inclinación, el acto a priori y, por tanto, necesariamente (aunque sólo objetivamente,
esto es, bajo la idea de una razón que tenga pleno poder sobre todas las causas
subjetivas de movimiento). Es ésta, pues, una proposición práctica, que no deriva
analíticamente el querer una acción de otra anteriormente presupuesta (pues no
tenemos voluntad tan perfecta), sino que lo enlaza con el concepto de la voluntad de
un ser racional inmediatamente, como algo que no está en ella contenido.) a priori, y puesto que el conocimiento de la posibilidad
de esta especie de proposiciones fue ya muy difícil en la filosofía teórica,
fácilmente se puede inferir que no lo habrá de ser menos en la práctica.
En este problema ensayaremos primero a ver si el mero concepto de
un imperativo categórico no nos proporcionará acaso también la fórmula
del mismo, que contenga la proposición que pueda ser un imperativo
categórico, pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos
un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato
absoluto, y ello lo dejaremos para el último capítulo.
Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de
antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada.
Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene,
pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la
necesidad de la máxima (nota al pie: La máxima es el principio subjetivo de obrar,
fácilmente se puede inferir que no lo habrá de ser menos en la práctica.
En este problema ensayaremos primero a ver si el mero concepto de
un imperativo categórico no nos proporcionará acaso también la fórmula
del mismo, que contenga la proposición que pueda ser un imperativo
categórico, pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos
un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato
absoluto, y ello lo dejaremos para el último capítulo.
Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de
antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada.
Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene,
pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la
necesidad de la máxima (nota al pie: La máxima es el principio subjetivo de obrar,
y debe distinguirse del principio
objetivo; esto es, la ley práctica. Aquél contiene la regla práctica que determina la
razón, de conformidad con las condiciones del sujeto (muchas veces la ignorancia o
también las inclinaciones del mismo); es, pues, el principio según el cual obra el
sujeto. La ley, empero, es el principio objetivo, válido para todo ser racional; es el
principio según el cual debe obrar, esto es, un imperativo) de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no
contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más
que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la
máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo
representa propiamente como necesario.
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo
según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno
ley universal.
Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su
principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos
sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al
menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto
quiere decir.
La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo
que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto
es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes
universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede
formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por
tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Vamos ahora a enumerar algunos deberes, según la división corriente
que se hace de ellos en deberes para con nosotros mismos y para con los
demás hombres, deberes perfectos e imperfectos (nota al pie: Hay que advertir en este punto que me reservo la división de los deberes para una futura Metafísica de las costumbres; esta que ahora uso es sólo una división
que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la
máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo
representa propiamente como necesario.
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo
según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno
ley universal.
Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su
principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos
sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al
menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto
quiere decir.
La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo
que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto
es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes
universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede
formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por
tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Vamos ahora a enumerar algunos deberes, según la división corriente
que se hace de ellos en deberes para con nosotros mismos y para con los
demás hombres, deberes perfectos e imperfectos (nota al pie: Hay que advertir en este punto que me reservo la división de los deberes para una futura Metafísica de las costumbres; esta que ahora uso es sólo una división
cualquiera para ordenar mis ejemplos. Por lo demás, entiendo aquí por deber
perfecto el que no admite excepción a favor de las inclinaciones, y entonces tengo
deberes perfectos, no sólo externos, sino también internos, cosa que contradice en
uso de las palabras en las escuelas; pero aquí no intento justificarlo, porque es
indiferente para mi propósito que ello se admita o no.) .
1.º Uno que, por una serie de desgracias lindantes con la
desesperación, siente despego de la vida, tiene aún bastante razón para
preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo el quitarse
la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede tornarse ley
universal de la naturaleza. Su máxima, empero, es: hágome por egoísmo
un principio de abreviar mi vida cuando ésta, en su largo plazo, me
ofrezca más males que agrado. Trátase ahora de saber si tal principio del
egoísmo puede ser una ley universal de la naturaleza. Pero pronto se ve
que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma, por la misma
sensación cuya determinación es atizar el fomento de la vida, sería
contradictoria y no podría subsistir como naturaleza; por tanto, aquella
máxima no puede realizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber.
2.º Otro se ve apremiado por la necesidad a pedir dinero en préstamo.
Bien sabe que no podrá pagar, pero sabe también que nadie le prestará
nada como no prometa formalmente devolverlo en determinado tiempo.
Siente deseos de hacer tal promesa, pero aún le queda conciencia bastante
para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al deber salir de
apuros de esta manera? Supongamos que decida, sin embargo, hacerlo. Su
máxima de acción sería ésta: cuando me crea estar apurado de dinero,
tomaré a préstamo y prometeré el pago, aun cuando sé que no lo voy a
verificar nunca. Este principio del egoísmo o de la propia utilidad es quizá
muy compatible con todo mi futuro bien estar. Pero la cuestión ahora es
ésta: ¿es ello lícito? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una
ley universal y dispongo así la pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se
tornase ley universal? En seguida veo que nunca puede valer como ley
natural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha de ser
contradictoria, pues la universalidad de una ley que diga que quien crea
estar apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no
cumplirlo, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella pueda
obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de
tales manifestaciones como de un vano engaño.
3.º Un tercero encuentra en sí cierto talento que, con la ayuda de
alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en diferentes aspectos.
Pero se encuentra en circunstancias cómodas y prefiere ir la caza de los
placeres que esforzarse por ampliar y mejorar sus felices disposiciones
naturales. Pero se pregunta si su máxima de dejar sin cultivo sus dotes
naturales se compadece, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también
con eso que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir una
naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el hombre -como hace
el habitante del mar del Sur- deje que se enmohezcan sus talentos y
entregue su vida a la ociosidad, al regocijo y a la reproducción; en una
palabra, al goce; pero no puede querer que ésta sea una ley natural
universal o que esté impresa en nosotros como tal por el instinto natural,
pues como ser racional necesariamente quiere que se desenvuelvan todas
las facultades en él, porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte
de posibles propósitos.
4.º Una cuarta persona, a quien le va bien, ve a otras luchando contra
grandes dificultades. Él podría ayudarles, pero piensa: ¿qué me importa?
¡Que cada cual sea lo feliz que el cielo o él mismo quiera hacerle: nada voy
a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo ganas de contribuir a su
bienestar o a su ayuda en la necesidad! Ciertamente, si tal modo de pensar
fuese una ley universal de la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza
humana, y, sin duda, mejor aún que charlando todos de compasión y
benevolencia, ponderándola y aun ejerciéndola en ocasiones y, en cambio,
engañando cuando pueden, traficando con el derecho de los hombres, o
lesionándolo en otras maneras varias. Pero aun cuando es posible que
aquella máxima se mantenga como ley natural universal, es, sin embargo,
imposible querer que tal principio valga siempre y por doquiera como ley
natural, pues una voluntad que así lo decidiera se contradiría a sí misma,
ya que podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor y
compasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su
propia voluntad, veríase privado de toda esperanza de la ayuda que desea.
Éstos son algunos de los muchos deberes reales, o al menos considerados
por nosotros como tales, cuya derivación del principio único citado salta
claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra
acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en
general. Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su máxima
no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural
universal, y mucho menos que se pueda querer que deba serlo. En otras
no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna, pero es imposible
querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural,
porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que
las primeras contradicen al deber estricto -ineludible-, y las segundas, al
deber amplio -meritorio-. Y así todos los deberes, en lo que toca al modo
de obligar -no al objeto de la acción-, quedan, por medio de estos
ejemplos, considerados íntegramente en su dependencia del principio
único.
Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que
contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que
nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más
bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal, pero nos
tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros -o aun sólo
para este caso-, en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si
lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de
la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a
saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal,
y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de
admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción
desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la
razón, y otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista
de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay
aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la
inclinación al precepto de la razón (antagonismo); por donde la
universalidad del principio tórnase en mera validez común (generalidad),
por la cual el principio práctico de la razón debe coincidir con la máxima
a mitad de camino. Aun cuando esto no puede justificarse en nuestro
propio juicio, imparcialmente dispuesto, ello demuestra, sin embargo, que
reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y sólo nos
permitimos -con todo respeto algunas excepciones que nos parecen
insignificantes y forzadas.
Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el
deber es un concepto que debe contener significación y legislación real
sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos
categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos. También
tenemos -y no es poco- expuesto clara y determinadamente, para
cualquier uso, el contenido del imperativo categórico que debiera encerrar
el principio de todo deber -si tal hubiere-. Pero no hemos llegado aún al
punto de poder demostrar a priori que tal imperativo realmente existe,
que hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente y sin ningún
resorte impulsivo, y que la obediencia a esa ley es deber.
desesperación, siente despego de la vida, tiene aún bastante razón para
preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo el quitarse
la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede tornarse ley
universal de la naturaleza. Su máxima, empero, es: hágome por egoísmo
un principio de abreviar mi vida cuando ésta, en su largo plazo, me
ofrezca más males que agrado. Trátase ahora de saber si tal principio del
egoísmo puede ser una ley universal de la naturaleza. Pero pronto se ve
que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma, por la misma
sensación cuya determinación es atizar el fomento de la vida, sería
contradictoria y no podría subsistir como naturaleza; por tanto, aquella
máxima no puede realizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber.
2.º Otro se ve apremiado por la necesidad a pedir dinero en préstamo.
Bien sabe que no podrá pagar, pero sabe también que nadie le prestará
nada como no prometa formalmente devolverlo en determinado tiempo.
Siente deseos de hacer tal promesa, pero aún le queda conciencia bastante
para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al deber salir de
apuros de esta manera? Supongamos que decida, sin embargo, hacerlo. Su
máxima de acción sería ésta: cuando me crea estar apurado de dinero,
tomaré a préstamo y prometeré el pago, aun cuando sé que no lo voy a
verificar nunca. Este principio del egoísmo o de la propia utilidad es quizá
muy compatible con todo mi futuro bien estar. Pero la cuestión ahora es
ésta: ¿es ello lícito? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una
ley universal y dispongo así la pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se
tornase ley universal? En seguida veo que nunca puede valer como ley
natural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha de ser
contradictoria, pues la universalidad de una ley que diga que quien crea
estar apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no
cumplirlo, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella pueda
obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de
tales manifestaciones como de un vano engaño.
3.º Un tercero encuentra en sí cierto talento que, con la ayuda de
alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en diferentes aspectos.
Pero se encuentra en circunstancias cómodas y prefiere ir la caza de los
placeres que esforzarse por ampliar y mejorar sus felices disposiciones
naturales. Pero se pregunta si su máxima de dejar sin cultivo sus dotes
naturales se compadece, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también
con eso que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir una
naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el hombre -como hace
el habitante del mar del Sur- deje que se enmohezcan sus talentos y
entregue su vida a la ociosidad, al regocijo y a la reproducción; en una
palabra, al goce; pero no puede querer que ésta sea una ley natural
universal o que esté impresa en nosotros como tal por el instinto natural,
pues como ser racional necesariamente quiere que se desenvuelvan todas
las facultades en él, porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte
de posibles propósitos.
4.º Una cuarta persona, a quien le va bien, ve a otras luchando contra
grandes dificultades. Él podría ayudarles, pero piensa: ¿qué me importa?
¡Que cada cual sea lo feliz que el cielo o él mismo quiera hacerle: nada voy
a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo ganas de contribuir a su
bienestar o a su ayuda en la necesidad! Ciertamente, si tal modo de pensar
fuese una ley universal de la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza
humana, y, sin duda, mejor aún que charlando todos de compasión y
benevolencia, ponderándola y aun ejerciéndola en ocasiones y, en cambio,
engañando cuando pueden, traficando con el derecho de los hombres, o
lesionándolo en otras maneras varias. Pero aun cuando es posible que
aquella máxima se mantenga como ley natural universal, es, sin embargo,
imposible querer que tal principio valga siempre y por doquiera como ley
natural, pues una voluntad que así lo decidiera se contradiría a sí misma,
ya que podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor y
compasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su
propia voluntad, veríase privado de toda esperanza de la ayuda que desea.
Éstos son algunos de los muchos deberes reales, o al menos considerados
por nosotros como tales, cuya derivación del principio único citado salta
claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra
acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en
general. Algunas acciones están de tal modo constituidas, que su máxima
no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural
universal, y mucho menos que se pueda querer que deba serlo. En otras
no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna, pero es imposible
querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural,
porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que
las primeras contradicen al deber estricto -ineludible-, y las segundas, al
deber amplio -meritorio-. Y así todos los deberes, en lo que toca al modo
de obligar -no al objeto de la acción-, quedan, por medio de estos
ejemplos, considerados íntegramente en su dependencia del principio
único.
Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que
contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que
nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más
bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal, pero nos
tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros -o aun sólo
para este caso-, en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si
lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de
la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a
saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal,
y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de
admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción
desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la
razón, y otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista
de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay
aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la
inclinación al precepto de la razón (antagonismo); por donde la
universalidad del principio tórnase en mera validez común (generalidad),
por la cual el principio práctico de la razón debe coincidir con la máxima
a mitad de camino. Aun cuando esto no puede justificarse en nuestro
propio juicio, imparcialmente dispuesto, ello demuestra, sin embargo, que
reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y sólo nos
permitimos -con todo respeto algunas excepciones que nos parecen
insignificantes y forzadas.
Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el
deber es un concepto que debe contener significación y legislación real
sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos
categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos. También
tenemos -y no es poco- expuesto clara y determinadamente, para
cualquier uso, el contenido del imperativo categórico que debiera encerrar
el principio de todo deber -si tal hubiere-. Pero no hemos llegado aún al
punto de poder demostrar a priori que tal imperativo realmente existe,
que hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente y sin ningún
resorte impulsivo, y que la obediencia a esa ley es deber.
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