Textos de Locke para las PAU

INSTRUCCIONES DE USO DE SUBRAYADOS:

    Resumen breve
cosa destacable
(aclaración)

John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno civil


Ahí van. Recordad que siempre separa por epígrafes los capítulos. Y que cada epígrafe está muy bien resumido en la primera frase, y explicado en las siguientes. 

CAPÍTULO I

1. Quedó demostrado en la disertación precedente:
Primero. Que Adán no tuvo, ni por natural derecho de paternidad ni por donación
positiva de Dios, ninguna autoridad sobre sus hijos o dominio sobre el mundo, cual
se pretendiera.
Segundo. Que si la hubiera tenido, a sus hijos, con todo, no pasara tal derecho.
Tercero. Que si sus herederos lo hubieren cobrado, luego, por inexistencia de la
ley natural o ley divina positiva que determinare el correcto heredero en cuantos
casos llegaren a suscitarse, no hubiera podido ser con certidumbre determinado el
derecho de sucesión y autoridad.
Cuarto. Que aun si esa determinación hubiere existido, tan de antiguo y por
completo se perdió el conocimiento de cuál fuere la más añeja rama de la
posteridad de Adán, que entre las razas de la humanidad y familias de la tierra, ya
ninguna guarda, sobrepujando a otra, la menor pretensión de constituir la casa
más antigua y acreditar tal derecho de herencia.
Claramente probadas, a mi entender, todas esas premisas, es imposible que los
actuales gobernantes de la tierra puedan conseguir algún beneficio o derivar la
menor sombra de autoridad de lo conceptuado por venero de todo poder, " la
jurisdicción paternal y dominio particular de Adán"; y así, quien no se proponga dar
justa ocasión a que se piense que todo gobierno en el mundo es producto
exclusivo de la fuerza y violencia, y que, los hombres no viven juntos según más
norma que las de los brutos, entre los cuales el mas poderoso arrebata el dominio,
sentando así la base de perpetuo desorden y agravio, tumulto, sedición y revuelta
(lances que los seguidores de aquella hipótesis con tal ímpetu vituperan), deberá
necesariamente hallar otro origen del gobierno, otro prototipo del poder político, y
otro estilo de designar y conocer a las personas que lo poseen, distinto del que Sir
Robert Filmer nos enseñara.
2. A este fin, pienso que no estará fuera de lugar que asiente aquí lo que por
poder político entiendo, para que el poder del magistrado sobre un súbdito pueda
ser distinguido del de un padre sobre sus hijos, un amo sobre su sirviente, un
marido sobre su mujer, y un señor sobre su esclavo. Y por cuanto se dan a veces
conjuntamente esos distintos poderes en el mismo hombre, si a éste
consideramos en tales relaciones diferentes; ello nos ayudará a distinguir, uno de
otro, esos poderes, y mostrar la diferencia entre el gobernante de una nación, el
padre de familia y el capitán de una galera de forzados. 
3. Entiendo, pues, que el poder político consiste en el derecho de hacer leyes, con
penas de muerte, y por ende todas las penas menores, para la regulación y
preservación de la propiedad; y de emplear la fuerza del común en la ejecución de
tales leyes, y en la defensa de la nación contra el agravio extranjero: y todo ello
sólo por el bien público. 

CAPÍTULO II. DEL ESTADO DE NATURALEZA

4. Para entender rectamente el poder político, y derivarlo de su origen, debemos
considerar en qué estado se hallan naturalmente los hombres todos, que no es
otro que el de perfecta libertad para ordenar sus acciones, y disponer de sus
personas y bienes como lo tuvieren a bien, dentro de los límites de la ley natural,
sin pedir permiso o depender de la voluntad de otro hombre alguno.
Estado también de igualdad, en que todo poder y jurisdicción es recíproco, sin que
al uno competa más que al otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de
que criaturas de la misma especie y rango, revueltamente nacidas a todas e
idénticas ventajas de la Naturaleza, y al liso de las mismas facultades, deberían
asimismo ser iguales cada una entre todas las demás, sin subordinación o
sujeción, a menos que el señor y dueño de ellos todos estableciere, por cualquier
manifiesta declaración de su voluntad, al uno sobre el otro, y le confiriere, por
nombramiento claro y evidente, derecho indudable al dominio y soberanía.
5. Esta igualdad de los hombres según la naturaleza, por tan evidente en sí misma
y filera de duda la considera el avisado Hooker, que es para él fundamento de esa
obligación al amor mutuo entre los hombres en que sustenta los deberes
recíprocos y de donde deduce las grandes máximas de la justicia y caridad. Estas
son sus palabras:
"La propia inducción natural llevó a los hombres a conocer que no es menor
obligación suya amar a los otros que a sí mismos, pues si se para mientes en
cosas de suyo iguales, una sola medida deberán tener; si no puedo menos de
desear que tanto bien me viniere de cada hombre como acertare a desear cada
cual en su alma, ¿podría yo esperar que alguna parte de tal deseo se satisficiera,
de no hallarme pronto a satisfacer ese mismo sentimiento, que indudablemente se
halla en otros flacos hombres, por ser todos de una e idéntica naturaleza? Si algo
les procuro que a su deseo repugne, ello debe, en todo respecto, agraviarles tanto
como a mí; de suerte que si yo dañare, deberé esperar el sufrimiento, por no
haber razón de que me pagaren otros con mayor medida de amor que la que yo
les mostrare; mi deseo, pues, de que me amen todos mis iguales en naturaleza,
en toda la copia posible, me impone el deber natural de mantener plenamente
hacia ellos el mismo afecto. De cuya relación de igualdad entre nosotros y los que
como nosotros fueren, y de las diversas reglas y cánones que la razón natural
extrajo de ella, no hay desconocedor."
6. Pero aunque este sea estado de libertad, no lo es de licencia. Por bien que el
hombre goce en él de libertad irrefrenable para disponer de su persona o sus
posesiones, no es libre de destruirse a sí mismo, ni siquiera a criatura alguna en
su poder, a menos que lo reclamare algún uso más noble que el de la mera
preservación. Tiene el estado de naturaleza ley natural que lo gobierne y a cada 
cual obligue; y la razón, que es dicha ley, enseña a toda la humanidad, con sólo
que ésta quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie,
deberá dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque, hechura
todos los hombres de un Creador todopoderoso e infinitamente sabio, servidores
todos de un Dueño soberano, enviados al mundo por orden del El y a su negocio,
propiedad son de Él, y como hechuras suyas deberán durar mientras El, y no otro,
gustare de ello. Y pues todos nos descubrimos dotados de iguales facultades,
participantes de la comunidad de la naturaleza, no cabe suponer entre nosotros
una subordinación tal que nos autorice a destruirnos unos a otros, como si
estuviéramos hechos los de acá para los usos de estotros, o como para el nuestro
han sido hechas las categorías inferiores de las criaturas. Cada uno está obligado
a preservarse a sí mismo y a no abandonar su puesto por propio albedrío, así
pues, por la misma razón, cuando su preservación no está en juego, deberá por
todos los medios preservar el resto de la humanidad, y jamás, salvo para ajusticiar
a un criminal, arrebatar o menoscabar la vida ajena, o lo tendente a la
preservación de ella, libertad, salud, integridad y bienes.
7. Y para que, frenados todos los hombres, se guarden de invadir los derechos
ajenos y de hacerse daño unos a otros, y sea observada la ley de naturaleza, que
quiere la paz y preservación de la humanidad toda, la ejecución de la ley de
naturaleza se halla confiada, en tal estado, a las manos de cada cual, por lo que a
cada uno alcanza el derecho de castigar a los transgresores de dicha ley hasta el
grado necesario para impedir su violación. Porque sería la ley natural, como todas
las demás leyes que conciernen a los hombres en este mundo, cosa vana, si
nadie en el estado de naturaleza tuviese el poder de ejecutar dicha ley, y por tanto
de preservar al inocente y frenar a los transgresores; mas si alguien pudiere en el
estado de naturaleza castigar a otro por algún daño cometido, todos los demás
podrán hacer lo mismo. Porque en dicho estado de perfecta igualdad, sin
espontánea producción de superioridad o jurisdicción de unos sobre otros, lo que
cualquiera pueda hacer en seguimiento de tal ley, derecho es que a todos precisa.
8. Y así, en el estado de naturaleza, un hombre consigue poder sobre otro, mas no
poder arbitrario o absoluto para tratar al criminal, cuando en su mano le tuviere,
según la apasionada vehemencia o ilimitada extravagancia de su albedrío, sino
que le sancionará en la medida que la tranquila razón y conciencia determinen lo
proporcionado a su transgresión, que es lo necesario para el fin reparador y el
restrictivo. Porque tales son las dos únicas razones por las cuales podrá un
hombre legalmente causar daño a otro, que es lo que llamamos castigo. Al
transgredir la ley de la naturaleza, el delincuente pregona vivir según una norma
distinta de aquella razón y equidad común, que es la medida que Dios puso en las
acciones de los hombres para su mutua seguridad, y así se convierte en peligroso
para la estirpe humana; desdeña y quiebra el vínculo que a todos asegura contra
la violencia y el daño, y ello, como transgresión contra toda la especie y contra la
paz y seguridad de ella, procurada por la ley de naturaleza, autoriza a cada uno a
que por dicho motivo, según el derecho que le asiste de preservar a la humanidad
en general, pueda sofrenar, o, donde sea necesario, destruir cuantas cosas les 
fueren nocivas, y así causar tal daño a cualquiera que haya transgredido dicha ley,
que le obligue a arrepentirse de su malhecho, y alcance por tanto a disuadirle a él
y, mediante su ejemplo, a los otros, de causar malhechos tales. Y, en este caso, y
en tal terreno, todo hombre tiene derecho a castigar al delincuente y a ser ejecutor
de la ley de naturaleza.
9. No dudo que ésta ha de parecer muy extraña doctrina a algunos hombres; pero
deseo que los tales, antes de que la condenaren, me resuelvan por qué derecho
puede algún príncipe o estado condenar a muerte o castigar a un extranjero por
cualquier crimen que cometa en el país de aquéllos. Es evidente que sus leyes no
han de alcanzar al extranjero en virtud de sanción alguna conseguida por la
voluntad promulgada de la legislatura. Ni a él se dirigen, ni, si lo hicieren, está él
obligado a prestarles atención. La autoridad legislativa por la que alcanzan poder
de obligar a los propios súbditos no tiene para aquél ese poder. Los investidos del
supremo poder de hacer las leyes en Inglaterra, Francia u Holanda no son, para
un indio, sino gentes comunes de la tierra, hombres sin autoridad. Así pues, si por
ley de naturaleza no tuviera cada cual el poder de castigar los delitos contra ella
cometidos, según juiciosamente entienda que el caso requiere, no veo cómo los
magistrados de cualquier comunidad podrían castigar a un nativo de otro país,
puesto que, con relación a él, no sabrán alegar más poder que el que cada
hombre poseyere naturalmente sobre otro.
10. Además del crimen que consiste en violar las leyes y desviarse de la recta
norma de la razón, por lo cual el hombre en la medida de su fechoría se convierte
en degenerado, y manifiesta abandonar los principios de la naturaleza humana y
ser nociva criatura, se causó, comúnmente, daño; y una u otra persona, algún otro
hombre, es perjudicado por aquella transgresión; caso en el cual, quien tal
perjuicio hubiere sufrido, tiene (además del derecho de castigo que comparte con
los demás hombres), el particular derecho de obtener reparación del dañador. Y
cualquier otra persona que lo juzgare justo podrá también unirse al damnificado, y
ayudarle para recobrar del delincuente tanto cuanto fuere necesario para la
reparación del daño producido.
11. Por la distinción entre esos dos derechos (el de castigar el delito, para la
restricción y prevención de dicha culpa, el cual a todos asiste; y de cobrar
reparación, que sólo pertenece a la parte damnificada) ocurre que el magistrado -
quien por ser tal asume el común derecho de castigo, puesto en sus manos-,
pueda a menudo, cuando no demandare el bien público la ejecución de la ley,
perdonar el castigo de ofensas delictivas por su propia autoridad, pero de ningún
modo perdonará la reparación debida a particular alguno por el daño que hubiere
sufrido. Porque quien el daño sufriera tendrá derecho a demandar en su propio
nombre, y él solo puede perdonar. La persona damnificada tiene el poder de
apropiarse los bienes o servicio del delincuente por derecho de propia
conservación, como todo hombre tiene el de castigar el crimen en evitación de que
sea cometido de nuevo, por el derecho que tiene de preservar a toda la
humanidad, y hacer cuanto razonablemente pudiere en orden a tal fin. Ello causa 
que cada hombre en estado de naturaleza tenga derecho a matar a un asesino,
tanto para disuadir a los demás de cometer igual delito (que ninguna reparación
sabría compensar) mediante el ejemplo del castigo que por parte de todos les
esperara, como también para resguardar a los hombres contra los intentos del
criminal quien, al haber renunciado a la razón, regla y medida común por Dios
dada a la humanidad, declaró, por la injusta violencia y matanza de que a uno hizo
objeto, guerra a la humanidad toda, lo que le merece ser destruido como león o
tigre, como una de esas fieras salvajes con quienes no van a tener los hombres
sociedad ni seguridad. Y en ello se funda esta gran ley de, naturaleza: "De quien
sangre de hombre vertiere, vertida por hombre la sangre será." Y Caín estaba tan
plenamente convencido de que todos y cada uno tenían el derecho de destruir a
tal criminal que, después de asesinar a su hermano, exclamó: "Cualquiera que me
hallare me matará"; tan claramente estaba ese principio escrito en los corazones
de toda la estirpe humana.
12. Por igual razón puede el hombre en estado de naturaleza castigar las
infracciones menores de esta ley; y acaso se me pregunte ¿con la muerte?
Responderé: Cada transgresión puede ser castigada hasta el grado, y con tanta
severidad, como bastare para hacer de ella un mal negocio para el ofensor, causar
su arrepentimiento y, por el espanto, apartar a los demás de tal acción. Cada
ofensa que se llegare a cometer en el estado de naturaleza puede en él ser
castigada al igual, y con el mismo alcance, que en una nación. Pues aun cayendo
filera de mi actual objeto entrar aquí en los detalles de la ley de naturaleza, o sus
medidas de castigo, es cosa cierta que tal ley existe, y que se muestra tan
inteligible y clara a la criatura racional y de tal ley estudiosa, como las leyes
positivas de las naciones; es más, posiblemente las venza en claridad; por cuanto
es más fácil entender la razón que los caprichos e intrincados artificios de los
hombres, de acuerdo con ocultos y contrarios intereses puestos en palabras;
como ciertamente son gran copia de leyes positivas en las naciones, sólo justas
en cuanto estén fundadas en la ley de naturaleza, por la que deberán ser
reguladas e interpretadas.
13. A esa extraña doctrina -esto es: Que en el estado de naturaleza el poder
ejecutivo de la ley natural a todos asista- no dudo que se objete que hubiere
sinrazón en que los hombres fueran jueces en sus propios casos, pues el amor
propio les hace parciales en lo suyo y de sus amigos, y, por otra parte, la
inclinación aviesa, ira y venganza les llevaría al exceso en el castigo ajeno, de lo
que sólo confusión y desorden podría seguirse; por lo cual Dios ciertamente habría
designado a quien gobernara, para restringir la parcialidad y vehemencia de los
hombres, sin dificultad concedo que la gobernación es apto remedio para los
inconvenientes del estado de naturaleza, que ciertamente serán grandes cuando
los hombres juzgaren en sus propios casos, ya que es fácil imaginar que el que
fue injusto hasta el punto de agraviar a su hermano, dudoso es que luego se
trueque en tan justo que así mismo se condene. Pero deseo que los que tal
objeción formulan recuerden que los monarcas absolutos no son sino hombres; y
si el gobierno debe ser el remedio de males que necesariamente se siguen de que 
los hombres sean jueces en sus propios casos, y el estado de naturaleza no
puede ser, pues tolerado, quisiera saber qué clase de gobierno será, y hasta qué
punto haya de mejorar el estado de naturaleza, aquél en que un hombre;
disponiendo de una muchedumbre, tenga la libertad de ser juez en su propio caso,
y pueda obligar a todos sus súbditos a hacer cuanto le pluguiere, sin la menor
pregunta o intervención por parte de quienes obran al albedrío de él; y si en
cuanto hiciere, ya le guiaren razón, error o pasión, tendrá derecho a la docilidad de
todos, siendo así que en el estado de naturaleza los hombres no están de tal
suerte sometidos uno a otro, supuesto que en dicho estado si quien juzga lo
hiciere malamente, en su propio caso o en otro cualquiera, será por ello
responsable ante el resto de la humanidad.
14. Levántase a menudo una fuerte objeción, la de si existen, o existieron jamás,
tales hombres en tal estado de naturaleza. A lo cual puede bastar, por ahora,
como respuesta que dado que todos los príncipes y gobernantes de los gobiernos
"independientes" en todo el mundo se hallan en estado de naturaleza, es evidente
que el mundo jamás estuvo, como jamás se hallará, sin cantidades de hombres en
tal estado. He hablado de los gobernantes de comunidades "independientes", ora
estén, ora no, en entendimiento con otras; porque no cualquier pacto da fin al
estado de naturaleza entre los hombres, sino sólo el del mutuo convenio para
entrar en una comunidad y formar un cuerpo político; otras promesas y pactos
pueden establecer unos hombres con otros, sin por ello desamparar su estado de
naturaleza. Las promesas y tratos para llevar a cabo un trueque, etc., entre dos
hombres en Turquía, o entre un suizo y un indio en los bosques de América, les
obliga recíprocamente, aunque se hallen en perfecto estado de naturaleza, pues la
verdad y el mantenimiento de las promesas incumbe a los hombres como
hombres, y no como miembros de la sociedad.
15. A los que dicen que jamás hubo hombres en estado de naturaleza, empezaré
oponiendo la autoridad del avisado Hooker, en su dicho de que, "Las Ieyes hasta
aquí mencionadas" -esto es, las leyes de naturaleza- "obligan a los hombres
absolutamente, en cuanto a hombres, aunque jamás hubieren establecido
asociación ni otro solemne acuerdo entre ellos sobre lo que debieren hacer o
evitar; pero por cuanto no nos bastamos, por nosotros mismos, a suministrarnos la
oportuna copia de lo necesario para una vida tal cual nuestra naturaleza la desea,
esto es, adecuada a la dignidad del hombre, por ello, para obviar a esos defectos
e imperfecciones en que incurrimos al vivir solos y exclusivamente para nosotros
mismos, nos sentimos naturalmente inducidos a buscar la comunión y asociación
con otros; tal fue la causa de que los hombres en lo antiguo se unieran en
sociedades políticas." Pero yo, por añadidura, afirmo que todos los hombres se
hallan naturalmente en aquel estado y en él permanecen hasta que, por su propio
consentimiento, se hacen miembros de alguna sociedad política; y no dudo que en
la secuela de esta disertación habré de dejarlo muy patente. 

CAPÍTULO III. DEL ESTADO DE GUERRA

16. El estado de guerra lo es de enemistad y destrucción; y por ello la declaración
por palabra o acto de un designio no airado y precipitado, sino asentado y
decidido, contra la vida de otro hombre, le pone en estado de guerra con aquel a
quien tal intención declara, y así expone su vida al poder de tal, pudiéndosela
quitar éste, o cualquiera que a él se uniere para su defensa o hiciere suya la
pendencia de él; y es por cierto razonable y justo que tenga yo el derecho de
destruir a quien con destrucción me amenaza; porque por la fundamental ley de
naturaleza, deberá ser el hombre lo más posible preservado, y cuando no
pudieren serlo todos, la seguridad del inocente deberá ser preferida, y uno podrá
destruir al hombre que le hace guerra, o ha demostrado aversión a su vida; por el
mismo motivo que pudiera matar un lobo o león, que es porque no se hallan
sujetos a la común ley racional, ni tienen más norma que la de la fuerza y
violencia. Por lo cual le corresponde trato de animal de presa; de esas nocivas y
peligrosas criaturas que seguramente le destruirían en cuanto cayera en su poder.
17. Y, por de contado, quien intentare poner a otro hombre bajo su poder absoluto,
por ello entra en estado de guerra con él, lo cual debe entenderse como
declaración de designio contra su vida. Porque la razón me vale cuando concluyo
que quien pudiere someterme a su poder sin mi consentimiento, me trataría a su
antojo cuando en tal estado me tuviere, y me destruiría además si de ello le viniera
el capricho; porque ninguno puede desear cobrarme bajo su poder absoluto como
no sea para obligarme por la fuerza a lo contrario al derecho de mi libertad, esto
es, hace de mí un esclavo. En verme libre de tal fuerza reside la única seguridad
de mi preservación, y la razón me obliga a considerarle a él como enemigo de mi
valeduría y posible rapiñador de mi libertad, que es el vallado que me guarda; de
suerte que quien intenta esclavizarme, por ello se pone en estado de guerra
conmigo. Al que en estado de naturaleza arrebatare la libertad que a cualquiera en
tal estado pertenece, debería imputársele necesariamente el propósito de
arrebatar todas las demás cosas, pues la libertad es fundamento de todo el resto;
y de igual suerte a quien en estado de sociedad arrebatare la libertad
perteneciente a los miembros de tal sociedad o república debería suponerse
resuelto a quitarles todo lo demás y, en consecuencia, considerarle en estado de
guerra.
18. Por ello es legítimo que un hombre mate al ladrón que no le hizo daño corporal
alguno, ni declaró ningún propósito contra su vida, y no pasó del empleo de la
fuerza para quitarle sus dineros, o lo que le pluguiere; y eso se debe a que, si usa
él la fuerza, cuando le falta derecho de tenerme en su poder, no me deja razón,
diga él lo que dijere, para suponer que quien la libertad me quita no me ha de
quitar, cuando en su poder me hallare, todo lo demás. Y es por tanto legítimo que
le trate como a quien vino a estado de guerra conmigo: esto es, lo mate si pudiere;
porque a tal azar justamente se expone quien declara el estado de guerra, y es
agresor en él. 
19. Y esta es la obvia diferencia entre el estado de naturaleza y el de guerra, los
cuales, por más que los hubieren algunos confundido, son entre sí tan distantes
como un estado de paz, bienquerencia, asistencia mutua y preservación lo sea de
uno de enemistad, malicia, violencia y destrucción mutua. Los hombres que juntos
viven, según la razón, sin común superior sobre la tierra que pueda juzgar entre
ellos, se hallan propiamente en estado de naturaleza; Pero la fuerza, o el
declarado propósito de fuerza sobre la persona de otro, cuando no hay común
superior en el mundo a cuyo auxilio apelar, estado es de guerra; y la falta de tal
apelación da al hombre el derecho de guerra contra el agresor, aunque éste en la
sociedad figure y sea su connacional. Así cuando se trate de un ladrón no le podré
dañar sino por apelación a la ley aunque me hubiere expoliado de todos mis
bienes, pero sí podré matarle cuando a mí se arroje para no robarme sino el
caballo o el vestido, ya que la ley, hecha para mi preservación, donde no alcance
a interponerse para asegurar mi vida contra una violencia presente (y dado que
nada sabría reparar mi vida), me permite mi propia defensa y el derecho de
guerra, y la libertad de matar a mi agresor, pues el tal agresor no me da tiempo
para apelar a nuestro juez común, ni a la decisión de la ley, para remedio en lance
en que el mal causado pudiera ser irreparable. Falta de juez común con autoridad
pone a todos los hombres en estado de naturaleza; fuerza sin derecho sobre la
persona del hombre crea un estado de guerra tanto donde estuviere como donde
faltare el juez común.
20. Pero cuando la fuerza deja de ejercerse, cesa el estado de guerra entre
quienes viven en sociedad, y ambos bandos están sujetos al justo arbitrio de la
ley. Pues entonces queda abierto el recurso de buscar remedio para las injurias
pasadas, y para prevenir daños futuros. Más allí donde no hay lugar para las
apelaciones - como ocurre en el estado de naturaleza - por falta de leyes positivas
y de jueces autorizados a quienes poder apelar, el estado de guerra continúa una
vez que empieza; y el inocente tiene derecho de destruir al otro con todos los
medios posibles, hasta que el agresor ofrezca la paz y desee la reconciliación en
términos que puedan reparar el daño que ya ha hecho, y que den seguridades
futuras al inocente. Es más: allí donde la posibilidad de apelar a la ley y a los
jueces constituidos está abierta, pero el remedio es negado por culpa de una
manifiesta perversión de la justicia y una obvia tergiversación de las leyes para
proteger o dejar indemnes la violencia o las injurias cometidas por algunos
hombres o por un grupo de hombres, es dificil imaginar otro estado que no sea el
de guerra; pues siempre que se hace uso de la violencia o se comete una injuria,
aunque estos delitos sean cometidos por manos de quienes han sido nombrados
para administrar justicia, seguirán siendo violencia e injuria, por mucho que se
disfracen con otros nombres ilustres o con pretensiones o apariencias de leyes.
Pues es el fin de las leyes el proteger y restituir al inocente mediante una
aplicación imparcial de las mismas, y tratando por igual a todos los que a ellas
están sometidas. Siempre que no se hace algo bona fide, se está declarando la
guerra a las víctimas de una acción así; y cuando los que sufren no tienen el
recurso de apelar en la tierra a alguien que les dé la razón, el único remedio que
les queda en casos de este tipo es apelar a los cielos. 
21. Para evitar este estado de guerra - en el que sólo cabe apelar al Cielo, y que
puede resultar de la menor disputa cuando no hay una autoridad que decida entre
las parte en litigio - es por lo que, con gran razón, los hombres se ponen a sí
mismos en un estado de sociedad y abandonan el estado de naturaleza. Porque
allí donde hay una autoridad, un poder terrenal del que puede obtenerse
reparación apelando a él, el estado de guerra queda eliminado y la controversia es
decidida por dicho poder. Su hubiese habido un tribunal así, alguna jurisdicción
terrenal superior para determinar justamente el litigio entre Jefté y los amonitas,
nunca habrían llegado a un estado de guerra; más vemos que Jefté se vió
obligado a apelar al Cielo: En este día - dice - sea el Señor que es tambien juez,
quien juzgue entre los hijos de Israel y los hijos de Ammón ( Jueces XI.27 ); y trás
decir esto , basándose en su apelación, persiguió al enemigo y condujo sus
ejercitos a la batalla. Por lo tanto, en aquellas controversias en las que se plantea
la cuestión de ¿Quién será aquí el juez? no quiere decirse con ello quien decidirá
esta controversia; pues todo el mundo sabe que lo que Jefté está aquí diciéndonos
es que el Señor, que es tambien Juez, es el que habrá de decidirla. Cuando no
hay un juez sobre la tierra, la apelación se dirige al Dios que está en los Cielos.
Así, esa cuestión no puede significar quien juzgará si otro se ha puesto en un
estado de guerra contra mí, y si me está permitido, como hizo Jefté, apelar al Cielo
para resolverla. Pues en esto soy yo el único juez en mi propia conciencia, y el
que, en el gran día, habrá de dar cuenta al Juez Supremo de todos los hombres.

CAPÍTULO V. DE LA PROPIEDAD 

26. Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean a todos los hombres comunes, cada hombre, empero, tiene una "propiedad" en su misma "persona". A ella nadie tiene derecho alguno, salvo él mismo. El "trabajo" de su cuerpo y la "obra" de sus manos podemos decir que son propiamente suyos. Cualquier cosa, pues, que él remueva del estado en que la naturaleza le pusiera y dejara, con su trabajo se combina y, por tanto, queda unida a algo que de él es, y así se constituye en su propiedad. Aquélla, apartada del estado común en que se hallaba por naturaleza, obtiene por dicho trabajo algo anejo que excluye el derecho común de los demás hombres. Porque siendo el referido "trabajo" propiedad indiscutible de tal trabajador, no hay más hombre que él con derecho a lo ya incorporado, al menos donde hubiere de ello abundamiento, y común suficiencia para los demás. 
27. El que se alimenta de bellotas que bajo una encina recogiera, o manzanas acopiadas de los árboles del bosque, ciertamente se las apropió. Nadie puede negar que el alimento es suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo empezó a ser suyo?, ¿cuándo lo dirigió, o cuando lo comió, o cuando lo hizo hervir, o cuando lo llevó a casa, o cuando lo arrancó? Mas es cosa llana que si la recolección primera no lo convirtió en suyo, ningún otro lance lo alcanzara. Aquel trabajo pone una demarcación entre esos frutos y las cosas comunes. El les añade algo, sobre lo que obrara la naturaleza, madre común de todos; y así se convierten en derecho particular del recolector. ¿Y dirá alguno que no tenía éste derecho a que tales bellotas o manzanas fuesen así apropiadas, por faltar el asentimiento de toda la humanidad a su dominio? ¿Fue latrocinio tomar él por sí lo que a todos y en común pertenecía? Si tal consentimiento fuese necesario ya habría perecido el hombre de inanición, a pesar de la abundancia que Dios le diera. Vemos en los comunes, que siguen por convenio en tal estado, que es tomando una parte cualquiera de lo común y removiéndolo del estado en que lo dejara la naturaleza como empieza la propiedad, sin la cual lo común no fuera utilizable. Y el apoderamiento de esta o aquella parte no depende del consentimiento expreso de todos los comuneros. Así la hierba que mi caballo arrancó, los tepes que cortó mi sirviente y la mena que excavé en cualquier lugar en que a ellos tuviere derecho en común con otros, se convierte en mi propiedad sin asignación o consentimiento de nadie. El trabajo, que fue mío, al removerlos del estado común en que se hallaban, hincó en ellos mi propiedad. 
31. Pero admitiendo ya como principal materia de propiedad no los frutos de la tierra y animales que en ella subsisten, sino la tierra misma, como sustentadora y acarreadora de todo lo demás, doy por evidente que también esta propiedad se adquiere como la anterior. Toda la tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y cuyos productos pueda él usar, será en tal medida su propiedad. El, por su trabajo, la cerca, como si dijéramos, fuera del común. Ni ha de invalidar su derecho el que se diga que cualquier otro tiene igual título a ella, y que por tanto quien trabajó no puede apropiarse tierra ni cercaría sin el consentimiento de la fraternidad comunera, esto es, la humanidad. Dios, al dar el mundo en común a todos los hombres, mandó también al hombre que trabajara; y la penuria de su condición tal actividad requería. Dios y su razón le mandaron sojuzgar la tierra, esto es, mejorarla para el bien de la vida, y así él invirtió en ella algo que le pertenecía, su trabajo. Quien, en obediencia a ese mandato de Dios, sometió, labró y sembró cualquier parte de ella, a ella unió algo que era propiedad suya, a que no tenía derecho ningún otro, ni podía arrebatársele sin daño. 
32. Tampoco esa apropiación de cualquier parcela de tierra, mediante su mejora, constituía un perjuicio para cualquier otro hombre, ya que quedaba bastante de ella y de la de igual bondad, en más copia de lo que pudieren usar los no provistos. Así, pues, en realidad, nunca disminuyó lo dejado para los otros esa cerca para lo suyo propio. Porque el que deje cuanto pudieren utilizar los demás, es como si nada tomare. Nadie podría creerse perjudicado por la bebida de otro hombre, aunque éste se regalara con un buen trago, si quedara un río entero de la misma agua para que también él apagara su sed. Y el caso de tierra y agua, cuando de entrambas queda lo bastante, es exactamente el mismo. 
33. Dios a los hombres en común dio el mundo, pero supuesto que se lo dio para su beneficio y las mayores conveniencias vitales de él cobraderas, nadie podrá argüir que entendiera que había de permanecer siempre común e incultivado. Concediólo al uso de industriosos y racionales, y el trabajo había de ser título de su derecho, y no el antojo o codicia de los pendencieros y contenciosos. Aquel a quien quedaba lo equivalente para su mejora, no había de quejarse, ni intervenir en lo ya mejorado por la labor ajena; si tal hacía, obvio es que deseaba el beneficio de los esfuerzos de otro, a que no tenía derecho, y no la tierra que Dios le diera en común con los demás para trabajar en ella, y donde quedaban trechos tan buenos como lo ya poseído, y más de lo que él supiere emplear, o a que su trabajo pudiere atender. 
34. Cierto es que en las tierras poseídas en común en Inglaterra o en cualquier otro país donde haya muchedumbre de gentes bajo gobierno que posean dineros y comercios, nadie puede cercar o enseñorearse de parte de aquél sin el consentimiento de toda la compañía comunera; y es porque dicho común es mantenido por convenio, esto es, por la ley del país, que no debe ser violada. Y aunque sea común con respecto a algunos hombres, no lo es para toda la humanidad, sino que es propiedad conjunta de tal comarca o de tal parroquia. Además, el resto, después de dicho cercado, no sería tan bueno para los demás comuneros como la totalidad, en cuanto todos empezaran de tal conjunto a hacer uso; mientras que en el comienzo y población primera del gran común del mundo, acaecía enteramente lo contrario. La ley que regía al hombre inducíale más bien a la apropiación. Dios le mandaba trabajar, y a ello le obligaban sus necesidades. Aquella era su propiedad, que no había de serle arrebatada luego de puestos los hitos. Y por tanto someter o cultivar la tierra y alcanzar dominio sobre ella, como vemos, son conjunta cosa. Lo uno daba el título para lo otro. Así que Dios, al mandar sojuzgar la tierra, autorizaba hasta tal punto la apropiación. Y la condición de la vida humana, que requiere trabajo y materiales para las obras, instauró necesariamente las posesiones privadas. 
42. Para que esto parezca un tanto más claro, sigamos algunas de las provisiones ordinarias de la vida, a través de su diverso progreso, hasta que llegan a nuestro uso, y veremos cuan gran parte de su valor deben a la industria humana. El pan, vino y telas son cosas de uso diario y de suma abundancia; empero las bellotas, el agua y las hojas o pieles deberían ser nuestro pan, bebida y vestido si no nos proporciona el trabajo aquellas más útiles mercancías. Toda la ventaja del pan sobre las bellotas, del vino sobre el agua y de telas o sedas sobre hojas, pieles o musgo, debido es por entero al trabajo y la industria. Sumo es el contraste entre los alimentos y vestidos que nos proporciona la no ayudada naturaleza, y las demás provisiones que nuestra industria y esfuerzo nos prepara y que tanto exceden a las primeras en valor, que cuando cualquiera lo haya computado, verá de qué suerte considerable crea el trabajo la mayorísima parte del valor de las cosas de que en este mundo disfrutamos; y el suelo que tales materias produce será estimado como de ninguno, o a lo más de muy escasa partecilla de él: tan pequeña que, aun entre nosotros, la tierra, librada totalmente a la naturaleza, sin mejoría de pastos, labranza o plantío, se llama, lo que en efecto es, erial; y veremos que el beneficio asciende a poco más que nada. 
Ello muestra cuan preferible es tener muchos hombres a tener vastos dominios; y que el aumento de tierras y el derecho de emplearlas es el gran arte del gobierno; y que un príncipe que sea prudente y que, mediante leyes que garanticen la libertad. proteja el trabajo honesto de la humanidad y dé a los súbditos incentivo para ello, oponiéndose al poder opresivo y a las limitaciones de partido, pronto se convertirá en alguien demasiado fuerte como para que sus vecinos puedan competir con él. Pero esto lo digo a modo de disgresión. Volvamos a la cuestión que veníamos tratando. 
43. Un estadal de tierra que produce aquí veinte celemines de trigo, y otro en América que, con la misma labor, rendiría lo mismo, son sin duda de igual valor intrínseco natural. Mas sin embargo el beneficio que la humanidad recibe del primero en un año es de cinco libras, y el del otro acaso no valga un penique; y si todo el provecho que un indio recibe de él hubiera de ser valuado y vendido entre nosotros, puedo decir con seguridad que ni un milésimo de aquél. El trabajo es, pues, quien confiere la mayor parte de valor a la tierra, que sin él apenas valiera nada; a él debemos cuantos productos útiles de ella sacamos; porque todo el monto en que la paja, salvado y pan de un estadal de trigo vale más que el producto de un estadal de tierra igualmente buena pero inculta, efecto es del trabajo. Y no solo hay que contar las penas del labrador, las faenas de segadores y trilladores y el ahínco del panadero en el pan que comemos; porque los afanes de los que domaron los bueyes, los que excavaron y trabajaron el hierro y las piedras, los que derribaron y dispusieron la madera empleada para el arado, el molino, y el horno o cualquier otro utensilio de los que, en tan vasta copia, exige el trigo, desde la sembradura hasta la postre del panadeo, deben inscribirse en la cuenta del trabajo y ser tenidos por efectos de éste; la naturaleza y la tierra proporcionan tan sólo unas materias casi despreciables en sí mismas. Notable catálogo de cosas, si pudiésemos proceder a formarlo, seria el de las procuradas y utilizadas por la industria para cada hogaza de pan, antes de que llegue a nuestro uso: hierro, madera, cuero, cortezas, leña, piedra, ladrillos, carbones, cal, telas, drogas, tintóreas, pez, alquitrán, mástiles, cuerdas y todos los materiales empleados en la nave que trajo cualquiera de las mercancías empleadas por cualquiera de los obreros, a cualquier parte del mundo, todo lo cual sería casi imposible, o por lo menos demasiado largo, para su cálculo. 
44. Por todo lo cual es evidente, que aunque las cosas de la naturaleza hayan sido dadas en común, el hombre (como dueño de sí mismo, y propietario de su persona y de las acciones o trabajo de ella) tenía con todo en sí mismo el gran fundamento de la propiedad; y que lo que constituyera la suma parte de lo aplicado al mantenimiento o comodidad de su ser, cuando la invención y las artes hubieron mejorado las conveniencias de la vida, a él pertenecía y no, en común, a los demás. 
45. Así el trabajo, en los comienzos, confirió un derecho de propiedad a quienquiera que gustara de valerse de él sobre el bien común; y éste siguió siendo por largo tiempo la parte muchísimo mayor, y es todavía más vasta que aquella de que se sirve la humanidad. Los hombres, al principio, en su mayor copia, contentábanse con aquello que la no ayudada naturaleza ofrecía a sus necesidades; pero después, en algunos parajes del mundo, donde el aumento de gentes y existencias, con el uso del dinero, había hecho que la tierra escaseara y consiguiera por ello algún valor, las diversas comunidades establecieron los límites de sus distintos territorios, y mediante leyes regularon entre ellas las propiedades de los miembros particulares de su sociedad, y así, por convenio y acuerdo, establecieron la propiedad que el trabajo y la industria empezaron. Y las ligas hechas entre diversos Estados y Reinos, expresa o tácitamente, renunciando a toda reclamación y derecho sobre la tierra poseída por la otra parte, abandonaron, por común consentimiento, sus pretensiones al derecho natural común que inicialmente tuvieron sobre dichos países; y de esta suerte, por positivo acuerdo, entre sí establecieron la propiedad en distintas partes del mundo; mas con todo existen todavía grandes extensiones de tierras no descubiertas, cuyos habitantes, por no haberse unido al resto de la humanidad en el consentimiento del uso de su moneda común, dejaron sin cultivar, y en mayor abundancia que las gentes que en ella moran o utilizarlas puedan, y así siguen tenidas en común, cosa que rara vez se produce entre la parte de humanidad que asintió al uso del dinero. 
46. El mayor número de las cosas realmente útiles a la vida del hombre y que la necesidad de subsistir hizo a los primeros comuneros del mundo andar buscando --como a los americanos hoy-, son generalmente de breve duración, de las que, no consumidas por el uso, será menester que se deterioren y perezcan. El oro, plata y diamantes, cosas son valoradas por el capricho o un entendimiento de las gentes, más que por el verdadero uso y necesario mantenimiento de la vida. Ahora, bien a esas buenas cosas que la naturaleza nos procurara en común, cada cual tenía derecho (como se dijo) hasta la cantidad que pudiera utilizar, y gozaba de propiedad sobre cuanto con su labor efectuara; todo cuanto pudiera abarcar su industria, alterando el estado inicial de la naturaleza, suyo era. El que había recogido cien celemines de bellotas o manzanas gozaba de propiedad sobre ellos; bienes suyos eran desde el momento de la recolección. Sólo debía cuidar de usarlos antes de que se destruyeran, pues de otra suerte habría tomado más que su parte y robado a los demás. Y ciertamente hubiera sido necesidad, no menos que fraude, atesorar más de lo utilizable. Si daba parte de ello a cualquiera, de modo que no pereciera inútilmente en su posesión, el beneficiado debía también utilizarlo. Y si trocaba ciruelas, que se hubieran podrido en una semana, por nueces, que podían durar para su alimento un año entero, no causaba agravio; no malograba las comunes existencias; no destruía parte de esa porción de bienes que correspondían a los demás, mientras nada pereciera innecesariamente en sus manos. Asimismo, si quería ceder sus nueces por una pieza de metal, porque el color le gustare, o cambiar sus ovejas por cáscaras, o su lana por una guija centelleante o diamante, y guardar esto toda su vida, no invadía el derecho ajeno; podía amontonar todo el acervo que quisiera de esas cosas perpetuas; pues lo que sobrepasaba los límites de su propiedad cabal no era la extensión de sus bienes, sino la pérdida inútil de cualquier parte de ellos. 
47. Y así se llegó al uso de la moneda, cosa duradera que los hombres podían conservar sin que se deteriorara, y que, por consentimiento mutuo, los hombres utilizarían a cambio de los elementos verdaderamente útiles, pero perecederos, de la vida. 
48. Y dado que los diferentes grados de industria pudieron dar al hombre posesiones en proporciones diferentes, vino todavía ese invento del dinero a aumentar la oportunidad de continuar y extender dichos dominios. Supongamos la existencia de una isla, separada de todo posible comercio con el resto del mundo, en que no hubiere más que cien familias, pero con ovejas, caballos, vacas y otros útiles animales, sanos frutos y tierra bastante para el trigo, que bastara a cien mil veces más habitantes, pero sin cosa alguna en aquel suelo -porque todo fuera común o perecedero-, adecuada para suplir la falta dé la moneda. ¿Qué motivo hubiera tenido nadie para ensanchar sus posesiones más allá del uso de su familia y una provisión abundante para su consumo, ya de lo que su propia industria obtuviera, ya de lo que le rindiera el trueque por útiles y perecederas mercancías de los demás? Donde no existiere algo a la vez duradero y escaso, y de tal valor que mereciere ser atesorado, no podrán los hombres ensanchar sus posesiones de tierras, por ricas que ellas sean y por libres de tomarlas que estén ellos. Porque, pregunto yo, ¿qué le valdrían a uno diez mil o cien mil estadales de tierra excelente, de fácil cultivo y además bien provista de ganado, en el centro de las tierras americanas interiores, sin esperanzas de comercio con otras partes del mundo, si hubiere de obtener dinero por la venta del producto?, No conseguiría ni el valor de la cerca, y le veríamos devolver al común erial de la naturaleza todo cuanto pasara del terrazgo que le proveyere de lo necesario para vivir en aquel suelo, él y su familia. 
49. Así, en los comienzos, todo el mundo era América, y más acusadamente entonces que hoy; porque la moneda no era en paraje alguno conocida. Pero hállese algo que tenga uso y valor de moneda entre los vecinos, y ya al mismo hombre empezará a poco a ensanchar sus posesiones. 
50. Mas ya que el oro y plata, poco útiles para la vida humana proporcionalmente a los alimentos, vestido y acarreo, reciben su valor tan sólo del consentimiento de los hombres -en la medida, en buena parte, del trabajo- es llano que el consentimiento de los hombres ha convenido en una posesión desproporcionada y desigual de la tierra: digo donde faltaren los hitos de la sociedad y de su pacto. Porque en los países gobernados las leyes lo regulan, por haber, mediante consentimiento, hallándose y convenidose un modo por el cual el hombre puede, rectamente y sin agravio, poseer más de lo que sabrá utilizar, recibiendo oro y plata que pueden continuar por largo tiempo en su posesión sin que se deteriore el sobrante, y mediante el concierto de que dichos metales tengan un valor. 
51. Y así entiendo que es facilísimo concebir, sin dificultad alguna, cómo el trabajo empezó dando título de propiedad sobre as cosas comunes de la naturaleza, y cómo la inversión para nuestro uso lo limitó; de modo que no pudo haber motivo de contienda sobre los títulos, ni duda alguna sobre la extensión del bien que conferían. Derecho y conveniencia iban estrechamente unidos. Porque el hombre tenía derecho a cuanto pudiere atender con su trabajo, de modo que se hallaba a cubierto de la tentación de trabajar para conseguir más de lo que pudiera valerle. Eso no dejaba lugar a controversia sobre el título ni a intrusión en el derecho ajeno. Fácil era de ver qué porción tomaba cada cual para sí; y hubiera sido inútil, a la, par que fraudulento, tomar demasiado o simplemente más de lo fijado por la necesidad. 

CAPÍTULO VIII. DEL COMIENZO DE LAS SOCIEDADES POLÍTICAS

95. Siendo todos los hombres, cual se dijo, por naturaleza libres, iguales e
independientes, nadie podrá ser sustraído a ese estado y sometido al poder
político de otro sin su consentimiento, el cual se declara conviniendo con otros
hombres juntarse y unirse en comunidad para vivir cómoda, resguardada y
pacíficamente, linos con otros, en el afianzado disfrute de sus propiedades, y con
mayor seguridad contra los que fueren ajenos al acuerdo. Eso puede hacer
cualquier número de gentes, sin injuria a la franquía del resto, que permanecen,
como estuvieran antes, en la libertad del estado de naturaleza. Cuando cualquier
número de gentes hubieren consentido en concertar una comunidad o gobierno,
se hallarán por ello asociados y formarán un cuerpo político, en que la mayoría
tendrá el derecho de obrar y de imponerse al resto.
96. Porque cuando un número determinado de hombres compusieron, con el
consentimiento de cada uno, una comunidad, hicieron de ella un cuerpo único, con
el poder de obrar en calidad de tal, lo que sólo ha de ser por voluntad y
determinación de la mayoría pues siendo lo que mueve a cualquier comunidad el
consentimiento de los individuos que la componen, y visto que un solo cuerpo sólo
una dirección puede tomar, precisa que el cuerpo se mueva hacia donde le
conduce la mayor fuerza, que es el consentimiento de la mayoría, ya que de otra
suerte fuera imposible que actuara o siguiera existiendo un cuerpo, una
comunidad, que el consentimiento de cada individuo a ella unido quiso que
actuara y prosiguiera. Así pues cada cual está obligado por el referido
consentimiento a su propia restricción por la mayoría. Y así vemos que en
asambleas facultadas para actuar según leyes positivas, y sin número establecido
por las disposiciones positivas que las facultan, el acto de la mayoría pasa por el
de la totalidad, y naturalmente decide como poseyendo, por ley de naturaleza y de
razón, el poder del conjunto.
97. Y así cada hombre, al consentir con otros en la formación de un cuerpo político
bajo un gobierno, asume la obligación hacia cuantos tal sociedad constituyeren, de
someterse a la determinación de la mayoría, y a ser por ella restringido; pues de
otra suerte el pacto fundamental, que a él y a los demás incorporara en una
sociedad, nada significaría; y no existiera tal pacto si cada uno anduviera suelto y
sin más sujeción que la que antes tuviera en estado de naturaleza. Porque ¿qué
aspecto quedaría de pacto alguno? ¿De qué nuevo compromiso podría hablarse,
si no quedare él vinculado por ningún decreto de la sociedad que hubiere juzgado
para sí adecuada, y hecho objeto de su aquiescencia efectiva? Pues su libertad
sería igual a la que antes del pacto gozó, o cualquiera en estado de naturaleza
gozare, donde también cabe someterse y consentir a cualquier acto por el propio
gusto. 
98. En efecto, si el consentimiento de la mayoría no fuere razonablemente recibido
como acto del conjunto, restringiendo a cada individuo, no podría constituirse el
acto del conjunto más que por el consentimiento de todos y cada uno de los
individuos, lo cual, considerados los achaques de salud y las distracciones de los
negocios que aunque de linaje mucho menor que el de la república, retraerán
forzosamente a muchos de la pública asamblea, y la variedad de opiniones y
contradicción de intereses que inevitablemente se producen en todas las
reuniones humanas, habría de ser casi imposible conseguir. Cabe, pues, afirmar
que quien en la sociedad entrare con tales condiciones, vendría a hacerlo como
Catón en el teatro, tantum ut exiret. Una constitución de este tipo haría al
poderoso Leviatán más pasajero que las más flacas criaturas, y no le consentiría
sobrevivir al día de su nacimiento: supuesto sólo admisible si creyéramos que las
criaturas racionales desearen y constituyeren sociedades con el mero fin de su
disolución. Porque donde la mayoría no alcanza a restringir al resto, no puede la
sociedad obrar como un solo cuerpo, y por consiguiente habrá de ser
inmediatamente disuelta.
99. Quienquiera, pues, que saliendo del estado de naturaleza, a una comunidad
se uniere, será considerado como dimitente de todo el poder necesario, en manos
de la comunidad, con vista a los fines que a entrar en ella le indujeron, a menos
que se hubiere expresamente convenido algún número mayor que el de la
mayoría. Y ello se efectúa por el simple asentimiento a unirse a una sociedad
política, que es el pacto que existe, o se supone, entre los individuos que ingresan
en una república o la constituyen. Y así lo que inicia y efectivamente constituye
cualquier sociedad política, no es más que consentimiento de cualquier número de
hombres libres, aptos para la mayoría, a su unión e ingreso en tal sociedad. Y
esto, y sólo esto, es lo que ha dado o podido dar principio a cualquier gobierno
legítimo del mundo.
100. Hallo levantarse a lo dicho dos objeciones: 1. Que es imposible hallar en la
historia ejemplos de una compañía de hombres independientes y uno a otro
iguales, que se reúnan y de esta suerte empiecen y establezcan un gobierno. 2.
Que es jurídicamente imposible que los hombres puedan obrar así, pues habiendo
nacido todos los hombres bajo gobierno, a él deben someterse y no están en
franquía para constituir uno nuevo.
101. A la primera hay que responder: Que no es para asombrar que la historia no
nos dé sino cuenta muy parca de los hombres que vivieron juntos en estado de
naturaleza. Los inconvenientes de tal condición, y el amor y necesidad de la
sociedad, apenas hubieron congregado a un dado número de ellos, sin dilación les
unieron y organizaron en un cuerpo, como ellos desearan proseguir en compañía.
Y si no nos fuere lícito suponer que hayan vivido hombres en estado de
naturaleza, porque poco sepamos de ellos en tal estado, igualmente podríamos
mantener que los ejércitos de Salmanasar o de Jerjes nunca fueron de niños,
porque no dejaron ellos sino menguado testimonio hasta que fueron hombres, y
entrados en milicia. Antecedió el gobierno dondequiera a la memoria escrita; y rara 
vez cundieron las letras en un pueblo hasta que por larga continuación de la
sociedad civil hubieran logrado otras mas necesarias artes proveer a su seguridad
reposo y abundancia. Y luego empezaron a inquirir sobre la historia de sus
fundadores y a escudriñar los propios orígenes, cuando a la memoria de ello
habían sobrevivido. Porque a las naciones ocurre lo que a los individuos: que
comúnmente ignoran sus nacimientos e infancias; y si algo saben de ellos es
gracias a accidentales recuerdos que otros hubieren conservado. Y los que
tenemos del principio de cualquier constitución política del mundo, salvo la de los
judíos, en que hubo inmediata interposición de Dios y no por cierto favorable al
dominio de raíz paterna, claros ejemplos son del principio a que hice referencia, o
al menos guardan de él manifiestos indicios.
102. Manifiesta inclinación abriga a negar los hechos evidentes que no armonicen
con su hipótesis quien no reconozca que nacieron Roma y Venecia por haberse
juntado diversos hombres, libres e independientes unos de otros, faltos entre si de
superioridad o sujeción naturales. Y si José Acosta ha de merecernos crédito, por
él sabremos no haber existido en muchas partes de América gobierno alguno.
"Hay conjeturas muy claras que por gran tiempo, no tuvieron estos hombres reyes
ni república concertada, sino que vivían por behetrías, como agora los floridos y
los chiriguanas, y los brasiles y otras naciones muchas, que no tienen ciertos
reyes, sino conforme a la ocasión que se ofrece en guerra o paz, eligen sus
caudillos como se les antoja." Si se dijere que cada hombre nació sujeto a su
padre, o al jefe de su familia, ya acerca de ello se probó que la sujeción por un hijo
debida al padre no le quitaba su facultad de incorporarse a la sociedad política que
estimare idónea; pero sea como fuere, aquellos hombres patentemente eran de
veras libres; y cualquiera que sea la superioridad que algunos políticos quisieran
hoy conferir a uno de los tales, ellos mismos, por su parte, no la reclamaron, sino
que, por consentimiento, fueron iguales todos, hasta que, por el propio
consentimiento, levantaron a los gobernantes sobre sí mismos. De suerte que
todas sus sociedades políticas nacieron de unión voluntaria, y del mutuo acuerdo
de hombres libremente obrando en la elección de sus gobernantes y formas de
gobierno.
103. Y atrévome a esperar que quienes de Esparta salieron con Palanto,
mencionados por Justino, serán aceptados como varones que fueron libres e
independientes unos de otros, y que por propio consentimiento ordenaron un
gobierno sobre sí mismos. Tengo, pues, dados distintos ejemplos que consignó la
historia, de gentes libres y en estado de naturaleza que, bien hallados se
organizaron en un cuerpo y fundaron una nación. Mas si la falta de tales ejemplos
fuere argumento probativo de que así no fue ni pudo ser empezado el gobierno,
supongo que más les valiera a los sostenedores del imperio paternal pasarla por
alto que argüirla contra la libertad del estado de naturaleza; porque si pudieran dar
igual número de ejemplos, sacados de la historia, de gobiernos empezados por
derecho paterno, entiendo que, con no ser el argumento de gran fuerza para
demostrar lo que debería acaecer según derecho, podríase, sin gran peligro,
cederles el campo. Mas en caso tal les aconsejara no investigar mucho los 
orígenes de los gobiernos empezados de facto, por temor a hallar en el
fundamento de ellos algo poquísimamente favorable al designio que promueven y
a la clase de poder por quien batallan.
104. Pero concluyamos: siendo patente que la razón nos acompaña al sustentar
que los hombres son naturalmente libres, y revelando los ejemplos de la historia
haber tenido los gobiernos del mundo empezados en paz tal fundamento, y
hechura de consentimiento popular, poco trecho quedará a la duda sobre cual
fuere el derecho o cual haya sido la opinión o práctica de la humanidad en cuanto
a la primera erección de los gobiernos.
105. No he de negar que si miramos a lo remoto, tan lejos como nos lo permitiere
la historia, hacia el origen de las naciones, los hallaremos por lo común bajo el
gobierno y administración de un hombre. Y también alcanzaré a creer que donde
una familia hubiere sido bastantemente numerosa para subsistir por sí misma, y
siguiere enteramente junta, sin mezclarse con otras, como a menudo ocurre
cuando hay mucha tierra y poca gente, el gobierno empezara corrientemente en el
padre. Porque disponiendo éste, por ley de naturaleza, del mismo poder, por los
demás hombres compartido, de castigar, como lo estimara oportuno, cualquier
ofensa contra aquella ley, podía, por lo tanto, castigar a sus hijos transgresores,
aun cuando hubieren llegado a la edad adulta y salido de su pupilaje; y ellos se
someterían probablemente a su castigo y se unirían a él, a su vez, contra el
ofensor, dándole así poder para ejecutar su sentencia contra cualquier
transgresión y haciéndole, en efecto, legislador y gobernante de todo lo demás
que se relacionara con la familia. Era el más adecuado para inspirar confianza; el
afecto paterno aseguraba con su celo la propiedad y los intereses de ellos, y la
costumbre que tuvieran de obedecerle en su infancia hacia más fácil someterse a
él que a otro cualquiera. Si pues necesitaban que alguien les gobernara,
difícilmente evitable como es el gobierno entre hombres que viven juntos, ¿quién
más indicado que ese hombre, su padre común, a menos que negligencia,
crueldad, u otro defecto del cuerpo o espíritu le incapacitara? Pero una vez
fallecido el padre, dejando inmediato heredero menos capaz, por falta de años,
cordura, valor o cualquier otra cualidad, o bien en el caso de que diversas familias
se reunieran y consintieran en seguir viviendo juntas, no cabe duda que se
recurrió a la libertad natural para instaurar a aquel a quien se reputara más capaz
y de mejor promesa para el gobierno sobre ellos. De acuerdo con lo dicho
hallamos a las gentes de América que, viviendo fuera del alcance de las espadas
conquistadoras y progresiva dominación de los dos grandes imperios de Perú y
México, gozaron de su libertad natural aunque, coeteris paribus, prefirieran
comúnmente al heredero de su rey difunto; mas si de algún modo resultaba débil o
incapaz, pasábanle por alto; y escogían por su gobernante al más fornido y bravo
de todos.
106. Así, mirando atrás, hacia los más antiguos testimonios que alguna cuenta
den de la población del mundo y de la historia de las naciones, hallamos
comúnmente el gobierno en una mano, pero eso no destruye lo que afirmo, esto 
es, que el comienzo de la sociedad política depende del consentimiento de los
individuos que se unen y forman una sociedad, la cual, una vez ellos integrados,
puede establecer la forma de gobierno que tuviere por oportuna. Pero habiendo
eso dado ocasión a que los hombres erraran y creyeran que, por naturaleza, el
gobierno era monárquico y pertenecía al padre, no estará fuera de sazón
considerar aquí por qué las gentes, en los comienzos, generalmente se ahincaron
en esta forma; y aunque tal vez la preeminencia del padre pudo en la primera
institución de algunas naciones, dar origen al poder y ponerlo al principio en, una
mano, con todo es evidente que la razón que hizo proseguir la forma de gobierno
unipersonal no fue en modo alguno consideración o respeto a la autoridad
paterna, pues todas las monarquías menudas, esto es casi todas las monarquías,
fueron cerca de sus orígenes comúnmente, o al menos en ocasiones, electivas.
107. En primer lugar, pues, en el comienzo del proceso, el gobierno paterno de los
hijos en su niñez acostumbró a éstos al gobierno de un hombre, y les enseñó que
cuando se le ejercía con esmero y habilidad, con afecto y amor a los supeditados,
bastaba para procurar y preservar a los hombres toda la felicidad política que en la
sociedad buscaban, por lo cual no fue maravilla que se lanzaran y apegaran
naturalmente a la forma de gobierno a que desde niños estaban acostumbrados y
que por experiencia tenían a la vez por sencilla y de buen resguardo. A lo cual
cabrá añadir que siendo la monarquía simple y patentísima para hombres a
quienes ni la experiencia había instruido en lo que toca a formas de gobierno, ni la
ambición o insolencia del imperio indujera a recelar de las intrusiones de la
prerrogativa o los inconvenientes del poder absoluto que la monarquía,
sucesivamente, pudo reclamar e imponerles, nada extraño fue que no se
preocuparan gran cosa de discutir métodos para restringir cualquier exorbitancia
de aquellos a quienes confirieran autoridad sobre sí mismos, y de equilibrar el
poder del gobierno poniendo varias partes de él en distintas manos. Ni sentido
habían la opresión del dominio tiránico, ni el modo de su época o las posesiones o
estilo de vivir de ellos, que ofrecían escasa materia a la codicia o la ambición, les
dieron razón alguna para temerlo o tomar precauciones contra él; y así, no es
sorprendente que adoptaran una forma de gobierno que era no sólo, como dije,
patentísima y sencillísima, sino además la mejor conformada a su presente estado
y condición, más necesitado de defensa contra invasiones y agravios extranjeros
que de multiplicidad de leyes que mal correspondieran a propiedad escasísima;
sin que por otra parte requirieran variedad de gobernantes y abundamiento de
funcionarios para dirigir y cuidar de la función ejecutiva contra unos pocos
transgresores y otros tantos delincuentes. Y ya, pues, que de tal suerte se
complacían unos con otros que al fin en sociedad se unieron, de suponer es que
tendrían algún conocimiento y amistad mutua y confianza recíproca, con lo que no
podrían dejar de sentir mayor aprensión hacia los extraños que entre ellos
mismos; y por ende su primer pensamiento y cuidado debió de ser forzosamente
asegurarse contra la fuerza extranjera. Érales, pues, natural adoptar una forma de
gobierno que como ninguna sirviera a este fin, y escoger al más prudente y
denodado para que les condujera en sus guerras y sacara al campo contra sus
enemigos, y en eso principalmente fuese gobernante de ellos. 
108. Así vemos que los reyes de los indios, en América, que es todavía como
pauta de las más antiguas edades en Asia y Europa, mientras los habitantes
fueron sobrando pocos para el país, y la falta de gentes y dineros no permitió a los
hombres la tentación de ensanchar sus posesiones de tierra o luchar por mayores
holguras de territorio, casi no pasaron de generales de sus ejércitos; y aunque
mandaran absolutamente en la guerra, con todo, vueltos a sus vidas en tiempo de
paz, ejercieron muy escaso dominio, con sólo muy medida soberanía; las
decisiones de paz y guerra se tomaban ordinariamente por el pueblo o en un
consejo, mas la guerra, que no admite la pluralidad de gobernantes, naturalmente'
concentraba el mando en la sola autoridad del rey.
109. Y de esta suerte en el propio Israel, el principal oficio de sus jueces y
primeros reyes parece haber sido el de capitanes en la guerra y caudillos de sus
ejércitos, lo cual (además de lo que significaba "salir y entrar delante del pueblo",
que era salir a la guerra y volver a la cabeza de las fuerzas) claramente aparece
en la historia de Jefté. Guerreaban los Ammonitas contra Israel, y los Gileaditas,
medrosos, enviaron gentes a Jefté, bastardo de su familia a quien habían
expulsado, y con él pactaron que si les asistía contra los Ammonitas, le harían
gobernante de ellos, lo que efectuaron con' estas palabras: "Y el pueblo lo eligió
por su cabeza y príncipe", lo cual significaba, al parecer, ser designado juez. "Y
juzgó a Israel" -esto es, fue su capitán general- "por seis años". Así cuando
Jotham echa en cara a los Chechemitas la obligación en que hacia Gedeón se
hallaran, que había sido su juez y gobernante, les dice: "Peleó por vosotros, y
echó lejos su vida, para libraros de mano de Madián". Nada de él mencionó salvo
lo que como general hiciera, y, en efecto, eso es cuanto hallamos en su historia o
en la de cualquiera de los restantes jueces. Y Abimelech particularmente es
llamado rey aunque no fue a lo sumo sino su general. Y cuando cansados de la
conducta depravada de los hijos de Samuel, los nativos de Israel desearon un rey,
"como todas las gentes; y nuestro rey nos gobernará y saldrá delante de nosotros
y hará guerras", Dios, acogiendo su deseo, dijo a Samuel, "te enviaré un hombre,
al cual ungirás por príncipe sobre mi pueblo Israel, y salvará a mi pueblo de mano
de los filisteos", lo propio que si el único oficio de un rey hubiere sido acaudillar
sus ejércitos y luchar por su defensa; por lo cual, en la instalación real, vertiendo
una redoma de aceite sobre él, declara a Saúl que "el Señor le había ungido para
que fuera capitán de su heredad". Y por tanto, quienes después que Saúl hubo
sido escogido solemnemente como rey y saludado por las tribus en Mizpa, con
malos ojos veían tal elección, sólo objetaban: "¿Cómo nos ha de salvar éste?";
como si hubieran dicho: "No es este hombre cabal para rey nuestro, pues de
pericia y experiencia de la guerra carece, y así no sabrá defendernos." Y cuando
resolvió Dios trasponer el gobierno a David, fue en estas palabras: "Mas ahora tu
reino no será durable: el Señor se ha buscado varón según su corazón, al cual el
Señor ha mandado que sea capitán sobre su pueblo.". Como si toda la regia
autoridad no consistiera en otra cosa que en ser su general; y de esta suerte las
tribus que se mantuvieran apegadas a la familia de Saúl y opuestas al reino de
David, cuando fueron al Hebrón a ver a éste en términos de sumisión, dijéronle,
entre otros argumentos, que debían someterse a él como rey de ellos; que él era, 
en efecto, su rey en tiempo de Saúl, y por tanto les era ya fuerza recibirlo por rey:
"Ya aun ayer y antes", dijeron, cuando Saúl reinaba sobre nosotros, tú sacabas y
volvías a Israel. Además, el Señor te ha dicho: tú apacentarás a mi pueblo Israel y
tú serás sobre Israel capitán".
110. Así, ora una familia se convirtiera gradualmente en una república, y
continuada la autoridad paterna por el primogénito, cuantos a su vez crecieran al
cobijo de ella tácitamente se le sometieran, y no ofendiendo a nadie su facilidad e
igualdad, asintiera cada cual hasta que el tiempo pareciere haberla confirmado, y
establecido un derecho sucesorio por prescripción; ora diversas familias, o los
descendientes de diversas familias, a quien el acaso, los efectos de la vecindad o
el negocio juntaran, se unieran en sociedad, en todo caso acaecería que la
necesidad de un general cuya guía pudiera defenderles contra sus enemigos en la
guerra, y la gran confianza que a unos hombres daba en otros la inocencia y
sinceridad de aquella edad pobre, pero virtuosa, como lo son casi todas las
principiadoras de gobiernos que hubieren de durar en el mundo, indujera a los
iniciadores de las repúblicas a poner generalmente el gobierno en manos de un
hombre, sin más limitación o restricción expresa que las requeridas por la
naturaleza del negocio y el fin del gobierno. Habíale sido dado aquél para el bien y
seguridad del pueblo; y para tales fines, en la infancia de las naciones, usado fue
comúnmente; y como no hubieren hecho tal, las sociedades mozas no hubieran
podido subsistir. Sin tales padres para la crianza, sin ese cuidado de los
gobernantes, todos los gobiernos habríanse perdido por la debilidad y achaques
de su parvulez, y hubieran perecido juntos, sin dilación, el príncipe y el pueblo.
111. Pero la edad de oro (aunque, antes que la vana ambición y el amor
sceleratus habendi, la mala concupiscencia corrompiera las mentes humanas con
su falsa noción del poder y el honor) tenía más virtud, y consiguientemente
mejores gobernantes, como también súbditos menos viciosos; y faltaba, por un
lado, el abuso de prerrogativa atento a la opresión del pueblo, y
consiguientemente, por el otro, toda disputa sobre el privilegio, que menguara o
restringiera el poder del magistrado; y, por tanto, toda contienda entre los
gobernantes y el pueblo sobre quienes gobernaren o su gobierno. Pero cuando la
ambición y pompa, en edades sucesivas, retuvieron y aumentaron el poder, sin
cumplir con el oficio para el que este fue otorgado, y ayudadas por la adulación,
enseñaron a los príncipes a fincar intereses separados y distintos de los de su
pueblo, entendieron los hombres necesario examinar más cuidadosamente los
orígenes y derechos del gobierno, y descubrir medios que redujeran las
exorbitancias y evitaran los abusos de aquel tal poder, que por ellos confiado a
mano ajena sólo para el bien común, resultara empleado no para el bien sino para
el daño.
112. Podemos apreciar aquí cuán probable sea que gentes naturalmente libres, y
ora por su propio consentimiento sometidas al gobierno paterno, ora procedentes
de distintas familias y juntas para constituir un gobierno, pusieran generalmente la
autoridad en manos de un hombre, y escogieran hallarse dirigidas por una sola 
persona, sin casi limitar o regular ese poder mediante condiciones expresas,
creyéndole suficientemente de fiar por su probidad y prudencia; aunque jamás
soñaron que la monarquía fuese jure Divino (asunto de que jamás se oyó entre los
hombres hasta que nos fue revelada por la deidad de estos últimos tiempos),
como tampoco admitieron que el poder paterno pudiera tener derecho al dominio o
ser fundamento de todo gobierno. Y lo dicho puede bastar para comprobación de
que, en la medida de las luces que nos presta la historia, razón tenemos para
concluir que todos los comienzos pacíficos de gobierno en el consentimiento del
pueblo se fundaron. Digo "pacíficos", porque en otra ocasión tendré lugar de
hablar de la conquista, que algunos estiman modo de principiar los gobiernos.
La otra objeción que hallo urgida contra el principio de las constituciones políticas,
de la manera referida, es ésta:
113. "Que, nacidos todos los hombres bajo gobierno, de una u otra especie,
imposible es que algunos de ellos se hallen en franquía y libertad para unirse y
empezar otro nuevo, o puedan jamás erigir un gobierno legítimo." Si este
argumento valiera, preguntaría yo: ¿Cómo vinieron al mundo tantas monarquías
legítimas? Porque si alguien, concedida la hipótesis, pudiere mostrarme en
cualquier época del mundo un solo hombre con la necesaria libertad para dar
comienzo a una monarquía legítima, me obligo a mostrarle yo en el mismo tiempo,
otros diez hombres francos, en libertad para unirse y empezar un nuevo gobierno
de tipo monárquico o de otro cualquiera. Dicho argumento demuestra además que
si quien nació bajo dominio ajeno puede, en su libertad, acceder al derecho de
mandar a otros en nuevo y distinto imperio, también cada nacido bajo el dominio
ajeno, podrá ser igualmente libre, y convertirse en gobernante o súbdito de un
gobierno separado y distinto. Y así, según ese principio de ellos, o bien todos los
hombres, como quiera que hubieren nacido, son libres, o no hay más que un
príncipe legítimo y un gobierno legítimo en el mundo; y en este último caso bastará
que me indiquen sencillamente cual fuere, y en cuanto lo hubieren hecho, no dudo
que toda la humanidad convendrá facilísimamente en rendirle obediencia.
114. Aunque ya sería suficiente respuesta a su objeción demostrar que ésta les
envuelve en dificultades iguales a aquellas que intentaron desvanecer, procuraré
con todo descubrir un tanto más la debilidad de dicho argumento.
"Todos los hombres", dicen, "nacieron bajo gobierno, y por tanto no les asiste
libertad para empezar uno nuevo. Cada cual nació sometido a su padre o a su
príncipe y se encuentra pues en perpetuo vínculo de sujeción y fidelidad." Patente
es que los hombres jamás reconocieron ni consideraron esa nativa sujeción
natural, hacia el uno o el otro, la cual les obligaría, sin consentimiento de ellos, a
su propia sujeción y a la de sus herederos.
115. Porque, en efecto, no hay ejemplos más frecuentes en la historia, tanto
sagrada como profana, que los de hombres retirando sus personas y obediencia 
de la jurisdicción bajo la cual nacieron y la familia o comunidad en que fueron
criados, para establecer nuevos gobiernos en otros asientos, de donde nació el
sinnúmero de nacioncillas en el comienzo de las edades, siempre multiplicadas
mientras quedara trecho, hasta que el fuerte o el más afortunado devoró al más
enclenque; y los más poderosos, hechos añicos, se desjuntaron en dominios
menores, cada uno de ellos testimonio contra la soberanía paterna, y muestra
clarísima de que no era el derecho natural del padre bajando por sus herederos lo
que hizo a los gobiernos en los orígenes, pues sobre tal base era imposible que
existieran tantos reinos menudos sino una monarquía universal única, dado que
los hombres no hubieran gozado de libertad para separarse de sus familias y de
su gobierno, fuere el que fuere el principio de su establecimiento, y salir a crear
distintas comunidades políticas y demás gobiernos que estimaran oportunos.
116. Tal ha sido la práctica del mundo desde sus principios hasta el día de hoy; y
no es mayor obstáculo para la libertad de los hombres el que éstos hayan nacido
bajo antiguas y constituidas formas de gobierno, con históricas leyes y
modalidades fijas, que si hubieren nacido en los bosques entre las gentes sueltas
que por ellos discurren. Porque los que pretenden persuadirnos de que habiendo
nacido bajo un gobierno cualquiera estamos a él naturalmente sometidos, sin título
ya o pretexto para la libertad del estado de naturaleza, no pueden adelantar más
razón (salvo la del poder paterno, a que ya respondimos) que la de haber
enajenado nuestros padres o progenitores su libertad natural, obligándose por ello
con su posteridad a sujeción perpetua al gobierno a que se hubieren sometido.
Cierto es que cada cual se halla obligado por sus compromisos y fe empeñada,
mas no podrá obligar por pacto alguno a sus hijos o posteridad. Porque su hijo,
cuando fuere hombre, gozará de la misma libertad que el padre, y ningún acto del
padre podrá otorgar un ápice más de la libertad del hijo que de la de otro hombre
cualquiera. Aunque ciertamente podrá anexar tales condiciones a la tierra que
disfrutó, como súbdito de la república a que pertenezca, lo que obligará a su hijo a
permanecer en dicha comunidad si quisiere gozar de las posesiones que a su
padre pertenecieron: pues vinculándose tal hacienda a la propiedad del padre, de
ella puede disponer, o condicionarla, como mejor le pluguiere.
117. Y ello generalmente dio ocasión al error en esta materia; porque no
permitiendo las repúblicas que parte alguna de sus dominios sea desmembrada, ni
gozada más que por los miembros de su comunidad, no puede el hijo
ordinariamente disfrutar las posesiones de su padre sino en los mismos términos
de éste, o sea haciéndose miembro de tal sociedad, lo que le pone en el acto bajo
el gobierno que allí encuentra establecido, igual a cualquier otro súbdito de aquella
nación. Y así, del consentimiento de los hombres libres, nacidos bajo el gobierno,
único que les hace miembros de él, por el hecho de darse aquél separadamente al
llegarle a cada uno su vez por mayoría de edad, y no en conjunta muchedumbre,
no tiene conciencia el pueblo; y pensando que no ha sido emitido o no es
necesario, concluye que cada uno es tan naturalmente súbdito como naturalmente
hombre. 
118. Es, con todo, evidente que los gobiernos de otra suerte lo entienden; no
reclaman poder sobre el hijo por razón del que tuvieran sobre el padre; ni
consideran a los hijos como súbditos porque sus padres fueran tales. Si un súbdito
inglés tiene con inglesa un hijo en Francia, ¿de dónde será éste súbdito? No del
rey de Inglaterra, pues necesitará permiso para ser admitido a privilegios de ella.
Ni tampoco del rey de Francia, porque ¿cómo iba a tener entonces su padre la
libertad de llevárselo y criarle como le pluguiere?; y ¿quién fue jamás juzgado
como traidor o desertor por haber dejado un país o guerreado contra él, cuando
sólo hubiere nacido en él de padres extranjeros? Es, pues, notorio, por la misma
práctica de los gobiernos, al igual que por la ley de la recta razón, que el niño no
nace súbdito de ningún país o gobierno. Encuéntrase bajo la guía y autoridad de
su padre hasta que llega a la edad de discreción: y es entonces hombre libre, con
libertad para decidir a qué gobierno se someterá y a qué cuerpo político habrá de
unirse. Porque si el hijo de un inglés nacido en Francia se halla en libertad, y
puede hacerlo, evidente es que no le impone vínculo el hecho de que su padre
sea súbdito de aquel reino, ni está obligado por ningún pacto de sus padres; y
¿por qué pues no tendría ese hijo, por igual razón, la misma libertad aunque
hubiera nacid9 en cualquier otra parte? Pues el poder que naturalmente asiste al
padre sobre sus hijos, es el mismo, sea cual fuere el sitio en que nacieren; y
vínculos de obligaciones naturales no se demarcan por los límites positivos de
reinos y comunidades políticas.
119. Por ser cada hombre, según se mostró, naturalmente libre, sin que nada
alcance a ponerle en sujeción, bajo ningún poder de la tierra, como no sea su
propio consentimiento, convendrá considerar cuál deberá ser tenida por
declaración suficiente del consentimiento de un hombre, para que a las leyes de
algún gobierno se someta. Hay una distinción común en consentimiento tácito y
expreso, que puede interesar al caso presente. Nadie duda que el consentimiento
expreso de un hombre cualquiera al entrar en cualquier sociedad, le hace miembro
perfecto de ella y súbdito de aquel gobierno. La dificultad consiste en lo que deba
ser tomado por consentimiento tácito, y hasta qué punto obligue: esto es, hasta
qué punto deba considerarse que uno consintiera, y por tanto se sometiera a un
gobierno dado cuando no hizo expresión alguna de su determinación. Y aquí diré
que todo hombre en posesión o goce de alguna parte de los dominios de un
gobierno dado, otorga por ello consentimiento tácito, y en igual medida obligado se
halla en la obediencia de las leyes de aquel gobierno, durante tal goce, como
cualquier otro vasallo, bien fuere, tal posesión de hacienda, suya y de sus
herederos a perpetuidad, o mero albergue para una semana, o aunque se limitare
a viajar libremente por carretera; y, en efecto, se extiende tanto como la propia
presencia de cada uno en los territorios de aquel gobierno.
120. Para mejor entendimiento de esto, convendrá considerar que todo hombre, al
incorporarse a una comunidad, con unirse a ella le aneja y somete las posesiones
que tuviere o debiere adquirir, y que no pertenecieren ya a otro gobierno. Porque
sería contradicción directa que entrara cualquiera en sociedad con otros hombres
para la consolidación y regulación de la propiedad, y con todo supusiera que su 
hacienda, cuya propiedad debe ser regulada por las leyes de aquella junta de
gentes, iba a quedar exenta de la jurisdicción de aquel gobierno a que está él
sometido e igualmente la propiedad de la tierra Mediante el mismo acto, pues, por
el que cualquiera uniere su persona, que antes anduvo en franquía, a cualquier
comunidad política, sus posesiones une, que antes fueran libres, a la misma
comunidad; y ambos, persona y posesión, sujetos quedan al gobierno y dominio
de aquella república por todo el tiempo que ésta durare. Así pues, desde entonces
en adelante quien por herencia su permisión adquiere o de otro modo goza
cualquier parte de tierra anexa al gobierno de aquella nación y bajo sus leyes,
debe tomarla bajo la condición que la limita, esto es la de someterse al gobierno
de la comunidad política en cuya jurisdicción se hallare, en extensión igual a la
que competiere a cualquier súbdito de ella.
121. Pero ya que el gobierno tiene exclusivamente jurisdicción directa sobre la
tierra, y alcanza al posesor de ella (antes de su efectiva incorporación a la
sociedad) sólo mientras él permaneciere en dicha tierra y de ella gozare, la
obligación en que cada cual se encuentra, por virtud de tal goce, de someterse al
gobierno, con dicho goce empieza y termina; de suerte que siempre que el
propietario que no dio sino su consentimiento tácito al gobierno, dejare por
donación, venta o de otro modo, la referida posesión, se hallará en libertad de ir a
incorporarse a otra república cualquiera, o a convenirse con otros para empezar
otra nueva in vacuis locis, en cualquier parte del mundo que hallaren libre y no
poseída; y en cambio, quien hubiere una vez, por consentimiento efectivo y
cualquier especie de declaración expresa, accedido a su ingreso en cualquier
comunidad política, está perpetua e indispensablemente obligado a pertenecer a
ella y a continuarle inalterablemente sujeto, y jamás podrá volver a hallarse en la
libertad del estado de naturaleza, salvo que, por alguna calamidad, el gobierno
bajo el cual viviere llegare a disolverse.
122. Pero la sumisión de un hombre a las leyes de cualquier país, viviendo en él
apaciblemente y gozando de los privilegios y protección que ellas confieren, no le
convierte en miembro de aquella sociedad; sólo se trata de una protección local y
deferencia pagada a aquellos, y por aquellos, que no encontrándose en estado de
guerra, pasan a los territorios pertenecientes a cualquier gobierno, por cualquier
parte a que se extienda la fuerza de su ley. Más no por eso se convierte un
hombre en miembro de aquella sociedad, en súbdito perpetuo de aquella nación,
lo propio que no se sometería a una familia quien hallare por conveniente vivir con
ella por algún tiempo, aunque, mientras en ella continuara, se viera obligado a
cumplir con las leyes y a someterse al gobierno con que allí diera. Y así vemos
que los extranjeros, por más que vivan toda su vida bajo otro gobierno, y gocen de
sus privilegios y protección, aunque obligados, hasta en conciencia, a someterse a
su administración tanto como cualquier ciudadano, no por ello pasan a ser
súbditos o miembros de aquella república. Nada puede convertir en tal a ninguno
sino su cierta entrada en ella por positivo compromiso y palabra empeñada y
pacto. Esto es, a mi juicio, lo concerniente al comienzo de las sociedades políticas, 
y al consentimiento que convierte a una persona dada en miembro de la república
que fuere.

CAPÍTULO XIX. DE LA DISOLUCIÓN DEL GOBIERNO (211-229)

211. Quien quisiere hablar con su tanto de claridad de la disolución del gobierno
deberá distinguir, en primer lugar, entre la disolución de la sociedad y la pura
disolución de aquél. Lo que constituyó la comunidad, y sacó a los hombres del
suelto estado de naturaleza hacia una sociedad política, fue el acuerdo a que cada
cual llegó con los demás para integrarse y obrar como un solo cuerpo, y así formar
una república determinada. El usual y casi único modo por que tal unión se
disuelve es la irrupción de una fuerza extranjera vencedora. Porque en tal caso, no
pudiendo ya ellos mantenerse y sustentarse como cuerpo entero e independiente,
la unión a tal cuerpo atañedera, y cuyo ser fue, deberá naturalmente cesar, y por
tanto volver cada cual al estado en que antes se hallara, con libertad de
movimiento y de procurar lo necesario a su seguridad, como lo entendiere
oportuno, en alguna otra sociedad política. Siempre que la sociedad fuere disuelta
es evidente que el gobierno de ella no ha de poder permanecer: Las espadas de
los vencedores a menudo cercenan los gobiernos de raíz y hacen menuzas de las
sociedades, separando a los súbditos o esparcida multitud de la protección y
aseguramiento en aquella sociedad que hubiera debido preservarles de la fuerza
embravecida. Está el mundo demasiado informado y ya harto adelante de su
historia para que sea menester decir más sobre este modo de disolución del
gobierno; y no hará falta mucha argumentación para demostrar que, disuelta la
sociedad, imposible es que el gobierno permanezca, tan imposible como que
subsista la fábrica de una casa cuando sus materiales fueron desparramados y
removidos por un torbellino o emburujados en confuso acervo por un terremoto.
212. Además de ese trastorno venido de fuera, sus modos hay de que los
gobiernos puedan ser disueltos desde dentro:
Primero. Por alteración del legislativo. Consistiendo la sociedad civil en un estado
de paz entre los que a ella pertenecieren, en quienes excluye el estado de guerra
el poder arbitral establecido en el legislativo para extinguir todas las diferencias
que puedan surgir entre cualesquiera de ellos, será en el legislativo donde los
miembros de una comunidad política estén unidos y conjuntos en un coherente ser
vivo. Esta es el alma que da forma, vida y unidad a la comunidad política; por
donde los diversos miembros gozan de mutua influencia, simpatía y conexión; de
suerte que, al ser quebrantado o disuelto el legislativo, síguense la disolución y la
muerte. Porque la esencia y unión de la sociedad consiste en tener una voluntad;
y el legislativo, una vez establecido por la mayoría, vale por la declaración y, por
decirlo así, el mantenimiento de la voluntad predicha. La constitución del
legislativo es el acto primero y fundamental de la sociedad, mediante el cual se
provee a la continuación de los vínculos de ella bajo dirección de personas y
límites de leyes, a cargo de gentes para ello autorizadas, por consentimiento y
designación del pueblo, sin el cual ningún hombre o número de éstos podrá tener
allí autoridad de hacer leyes obligatorias para los demás. Cuando uno cualquiera,
o varios, por su cuenta hicieren leyes sin que el pueblo para tal oficio les hubiere 
nombrado, serán éstas sin autoridad, y que el pueblo no estará, pues, obligado a
obedecer. Por tal medio, entonces, viene éste de nuevo a hallarse fuera de
sujeción, y puede constituir para sí un nuevo legislativo, como mejor le plazca, en
plena libertad para resistir la fuerza de quienes, sin autoridad, buscaren
imponerles cualesquiera medidas. Cada cual se hallará a la disposición de su
albedrío propio cuando los que tuvieren, por delegación de la sociedad, la
declaración de la voluntad pública a su cargo, quedaren de aquélla excluidos, y
otros usurparen su lugar sin autoridad o delegación para ello.
213. Siendo lo que antecede comúnmente causado en la comunidad política por
quienes abusan del poder que en ella les compete, difícil será considerar tal hecho
correctamente y discernir a quién correspondiere la culpa, sin saber la forma de
gobierno en que acaece. Supongamos, pues que el legislativo se halle en la
coincidencia de tres distintas personas: primero, una sola persona hereditaria, con
poder ejecutivo supremo y constante, y asimismo con el de convocar y disolver las
otras dos dentro de ciertos periodos de tiempo; segundo, una asamblea de
nobleza hereditaria; tercero, una asamblea de representantes escogidos, pro
tempore, por el pueblo. Supuesta dicha forma de gobierno, será evidente:
214. Primero, que cuando esa persona única o príncipe impone su voluntad
arbitraria en vez de las leyes, que son voluntad de la sociedad declarada por el
legislativo, sufrirá el legislativo mudanza. Porque siendo éste, en efecto, el
legislador cuyas normas y leyes son llevadas a ejecución, y requieren obediencia,
apenas otras leyes sean instauradas y otras normas alegadas e impuestas, ajenas
todas a lo que el legislativo constituido por la sociedad promulgara, es evidente
que habrá mudanza en el legislativo. Quienquiera que introdujere nuevas leyes,
sin estar para ello autorizado por fundamental designación de la sociedad, o acaso
subvirtiere las antiguas, desconoce y derriba el poder que las hiciera, y establece
así un legislativo nuevo.
215. Segundo, que si estorbare el príncipe al legislativo que se congregare a su
debido tiempo, o se consagrare libremente a su labor, en seguimiento de los fines
por que fue constituido, habrá en el legislativo mudanza. Porque no consiste el
legislativo en cierto número de hombres, no, ni en su reunión, como no gozaren
además de libertad para debatir y de tiempo para reflexionar lo que al bien de la
sociedad conviniere. Si libertad y tiempo son arrebatados, o alterados, de suerte
que se prive a la sociedad del debido ejercicio del poder de aquéllos, el legislativo
sufrirá verdadera alteración. Pues no son los nombres los que constituyen los
gobiernos, sino el uso y ejercicio de los poderes que se discurrió les
acompañaran; de modo que quien arrebata la libertad, o estorba la labor del
legislativo en sus debidos periodos, arrebata en efecto el legislativo y pone fin al
gobierno.
216. Tercero, que cuando por el poder arbitrario del príncipe los electores o modos
de elección fueren alterados sin el consentimiento del pueblo y adversamente al 
interés común, también el legislativo será alterado. Porque si escogiere a otros
distintos de los autorizados por la sociedad, o de otro modo que el prescrito por
ella, los escogidos no constituirán el legislativo nombrado por el pueblo.
217. Cuarto, que también la entrega del pueblo a la sujeción de un poder
extranjero, ya por el príncipe, ya por el legislativo, es ciertamente cambio del
legislativo y disolución del gobierno. Porque habiendo sido fin de las gentes al
entrar en sociedad la preservación de una sociedad libre y entera, gobernada por
sus propias leyes; piérdese aquél en cuanto se hallaren abandonados a un poder
extraño.
218. Evidente es la causa, en una constitución del estilo dicho, de que la
disolución del gobierno en los casos mencionados deba ser imputada al príncipe,
porque disponiendo él de la fuerza, tesoro y departamentos del Estado en su
ejercicio, y aun muchas veces persuadiéndose él mismo, u oyendo en lisonjas de
otros, que, como supremo magistrado, no ha de poder ser intervenido, sólo él
estará en condición de efectuar grandes avances en la senda de tales mudanzas,
bajo el pretexto de la autoridad legal, y tendrá en su mano aterrorizar o suprimir a
los adversarios como facciosos, sediciosos y enemigos del gobierno, mientras que
ninguna otra parte del legislativo o pueblo ha de ser por sí misma capaz de
intentar ninguna alteración del legislativo sin rebelión abierta y visible, harto
susceptible de saltar a la vista y que cuando prevaleciere, determinaría efectos
muy poco distintos del de una conquista extranjera. Además, asistiendo al
príncipe, en tal forma de gobierno, el poder de disolver las dos restantes partes del
legislativo, y por tanto de convertirlas en gentes particulares, jamás pudieran
éstas, en oposición a él o sin su concurso, alterar el legislativo por una ley, por ser
el consentimiento de aquél necesario para dar a cualesquiera decretos de ellas su
sanción. Pero en cuanto contribuyeren en algún modo las demás partes del
legislativo á cualquier intento contra el gobierno, y ya promovieren, ya no
estorbaran, como pudieren, tales propósitos, culpables serán y participantes en
ese delito, que es ciertamente el mayor de que puedan hacerse reos unos
hombres hacia otros.
219. Hay otro modo de disolverse un gobierno, y es el siguiente: Cuando aquel en
quién reside el supremo poder ejecutivo descuida y abandona ese cometido, de
suerte que las ya hechas leyes no puedan ser puestas en ejecución, ello viene a
ser demostrablemente reducción total a la anarquía; y así, en efecto, disuelve el
gobierno. Porque no hechas las leyes como declaraciones en sí, mas para ser; por
su ejecución, vínculos sociales que conserven cada parte del cuerpo político en su
debido lugar y empeño, cuando aquella totalmente cesare, el gobierno
visiblemente cesará, trocándose el pueblo en confusa muchedumbre sin orden ni
conexión. Donde ya no existiere administración de justicia para el aseguramiento
de los derechos de cada cual, ni ninguno de los restantes poderes sobre la
comunidad para dirección de su fuerza o cuidado de las necesidades públicas, no
quedará ciertamente gobierno. Cuando no pudieren ser ejecutadas las leyes será
como si no las hubiere; y un gobierno sin leyes es, a lo que entiendo, un misterio 
de la vida política inasequible a la capacidad del hombre, e incompatible con la
sociedad humana.
220. En estos y parecidos casos, cuando el gobierno fuere disuelto, el pueblo se
hallará en libertad de proveer para sí, erigiendo nuevo legislativo que del antiguo
difiera por el cambio de personas, o la forma, o ambas cosas, como mejor lo
entendiere para su seguridad y su bien. Porque no puede jamás, por falta ajena,
perder su nativo y original derecho a preservarse a sí mismo, lo que sólo ha de
alcanzar por un legislativo estable y por la justa e imparcial ejecución de las leyes
a él debidas. Mas no es el estado de la humanidad tan desvalido que sólo deba
suponérsela capaz de emplear tal remedio cuando fuere demasiado lo andado
para buscar alguno. Decir al pueblo que puede proveer para sí erigiendo un nuevo
legislativo, cuando ya por la opresión, artificio, o entrega a un poder extranjero
desapareció el antiguo, equivaldría a decirle que vendrá el alivio cuando fuere
demasiado tarde, e incurable el mal. No montaría ello más, en efecto, que a
encargarles que sean primero esclavos y luego se preocupen de su libertad, y
decirles, cuando llevaren carga de cadenas, que bien pueden obrar como hombres
libres. Eso, como de aquí no pase, más es burla que remedio; y los hombres
jamás podrán asegurarse contra la tiranía si no hubiere medio de ponerse a salvo
antes que su dominio sea perfecto; y por lo tanto, no sólo asistirá a las gentes el
derecho a salir de ella, sino también a impedir que se produzca.
221. Hay, pues, en segundo lugar, otro modo de disolución de los gobiernos: la
acción del legislativo o del príncipe, cualquiera de los dos contrario al depósito de
confianza de que gozan, por leyes contra tal confianza, cuando se propusieren
invadir la propiedad de los súbditos, y hacerse ellos, o cualquier parte de la
comunidad, señores o dueños arbitrarios de las vidas, libertades o fortunas de las
gentes.
222. La razón de entrar los hombres en régimen social es la preservación de su
propiedad; y su fin al escoger y autorizar un legislativo, que se hagan leyes y
establezcan medidas, como guardas y valladares de las propiedades de toda la
sociedad, para limitar y moderar el dominio de cada parte y miembro de ella.
Porque supuesto que jamás haya de ser tenido por albedrío social que pueda el
legislativo destruir lo que cada cual se proponía asegurar a su entrada en la
sociedad, y a cuyo fin el pueblo se sometiera por sí mismo a legisladores de su
hechura, siempre que los legisladores intentaren arrebatar y destruir la propiedad
de las gentes, o reducirles a esclavitud bajo el poder arbitrario, pondránse en
estado de guerra con el pueblo, quien se hallará en aquel punto absuelto de toda
ulterior obediencia, y quedará abandonado al común refugio procurado por Dios a
todos los hombres contra la fuerza y la violencia. Siempre, pues, que el legislativo
transgrediere esta norma fundamental de la sociedad, ya fuere por ambición,
temor, locura o corrupción, e intentare aferrar para si o poner en manos de
quienquiera que fuere el poder absoluto sobre las vidas, libertades y haciendas de
las gentes, por tal violación de confianza perderá todo derecho a aquel poder que
el pueblo dejara en sus manos para fines totalmente opuestos: el cual retorna al 
pueblo, y éste cobra el derecho de reasumir su libertad primera y, mediante el
establecimiento de un nuevo legislativo (del estilo que juzgare oportuno), proveer a
su sosiego y seguridad, que es el fin que a entrar en régimen social indujera a
todos. Lo que dije tocante al legislativo en general, es también cierto por lo que se
refiere al sumo ejecutivo, quien gozando de un doble depósito de confianza, uno
referente a su parte en el legislativo y otro en lo qué concierne a la ejecución de la
ley, obra contra ambos cuando emprende la instauración de su voluntad arbitraria
como ley de la sociedad. Obra también contrariamente a aquel depósito de
confianza cuando se sirve de la fuerza, tesoro y departamentos de la sociedad
para corromper a los representantes y ganarles como valedores de sus fines, y
manifiestamente compromete de antemano a los electores e impone a su elección
al persuadido al logro de sus particulares fines, por solicitaciones, amenazas,
promesas u otra inducción cualquiera, y les emplea para conseguir el buen éxito
de quienes hicieron promesa anticipada de lo que irían a votar y a promulgar.
Gobernar así a candidatos y electores, con ese nuevo molde de procedimiento
electoral, ¿será algo distinto de cercenar al gobierno de raíz y emponzoñar el
venero cierto de la seguridad pública? Porque si el pueblo se reservó la elección
de sus representantes como valladar de su propiedad, hízolo por el solo fin de que
éstos fueran siempre libremente escogidos; y, con esta libertad designados,
libremente obraran y aconsejaran sobre las necesidades de la comunidad política
y el bien publico, según después de examen y maduro debate se entendiera que
requieren ellos. Y esto no podrán hacer quienes hubieren dado sus votos antes de
oír el debate y sopesar las razones de cada lado. Preparar una asamblea de ese
tenor e intentar establecer a declarados cómplices, por su propia voluntad, como
verdaderos representantes del pueblo y legisladores de la república es, sin duda,
insuperable violación de confianza, y declaración perfecta del propósito de
subvertir el gobierno. Y si a ello se añadieren las recompensas y castigos
visiblemente empleados con igual fin, y todas las artes que la ley pervertida utiliza
para apartar y destruir cuanto se hallare al paso de tal propósito y no quisiere
plegarse y consentir en la tradición de las libertades de su país, ya no cabrá duda
sobre la naturaleza de la acción. Fácil es determinar qué poder convendrá que
tuvieren en la sociedad quienes así emplean el suyo opuestamente a la confianza
que les acompañara en su institución primera, y nadie puede dejar de ver que el
que una vez intentara acciones de, esta especie no habrá ya de ser tenido por
merecedor de crédito.
223. Acaso se arguya que hallándose el pueblo ignorante y en, perfecto
descontento, fundar el gobierno en la opinión inestable y humor incierto de las
gentes, fuera exponerle a ruina cierta; y que ningún gobierno sería capaz de
dilatada permanencia si el pueblo levantara un nuevo legislativo cada vez que por
el antiguo se sintiere agraviado. A eso respondo con la aseveración contraria. El
pueblo, no se desprende tan fácilmente de sus formas antiguas como algunos se
complacen en sugerir. Cuesta harto convencerle de la necesidad de enmendar
faltas notorias en la fábrica a que se hubieren acostumbrado.. Y si existieren
defectos desde lo antiguo, u, otros adventicios introducidos por el tiempo o la
corrupción, no será tan hacedera la reforma, aunque todo el mundo se diere 
cuenta de la ocasión que la facilitaría. Esta lentitud y aversión del pueblo a salirse
de sus constituciones añejas ha sido advertida en este reino en muchas
revoluciones, de esta edad y otras anteriores, y todavía nos tiene asidos, o, tras
algún intervalo de estéril prueba, volvió a asirnos a nuestro antiguo legislativo
compuesto de rey, lores y comunes; y a pesar de tanta excitación para que fuera
quitada la corona a algunos de nuestros príncipes, jamás se consiguió que llegara
el pueblo a confiaría a una línea distinta.
224. Pero se dirá que esta hipótesis suministra levadura para frecuentes
rebeliones. A ello he de responder:
Primero. Que no ha de procurarla más ella que otra ninguna. Porque cuando las
gentes se ven sumidas en el infortunio y expuestas a los malos tratamientos del
poder arbitrario, por más que proclamaréis a vuestros gobernantes, todo lo
ahincadamente que os viniere en gana, hijos de Júpiter, y aun que fueren ellos
sagrados y divinos, bajados del cielo o por él autorizados, pregonados como el ser
o cosa que se os antojare, acontecerá siempre lo mismo: el pueblo al que por lo
común se tratare dañosamente y contra toda ley, estará dispuesto en cualquier
ocasión a descargarse de la pesadumbre que en tal demasía le agobia. Deseará y
buscará una oportunidad, que en las mudanzas, flaquezas y accidentes de los
negocios humanos rara vez dilata ofrecerse. Corta será la edad en este mundo de
quien no haya visto ejemplos de ello en su tiempo; y harto poco habrá vivido quien
no pudiere alegar ejemplos de esta clase en toda clase de gobiernos de la tierra.
225. Segundo. Respondo que tales revoluciones no vienen en pos de cada torpe
manejillo de pequeños errores. Grandes errores por parte de los gobernantes,
muchas leyes injustas e inconvenientes y todos los resbalones de la fragilidad
humana, soportados serán por el pueblo sin motín ni murmullo. Pero si una larga
cadena de abusos, prevaricaciones y artificios, convergiendo todos a lo mismo,
alcanzan que el pueblo se entere del propósito y no pueda dejar de percibir lo que
por debajo cunde, y advierta adonde va a ir a parar, no será extraño que se
levante e intente poner la autoridad en mano que le asegure los fines para los
cuales fuera erigido el gobierno, y en cuya carencia, los antiguos nombres y
formas especiosas no sólo distan mucho de ser mejores sino que son harto más
graves que el estado de naturaleza o pura anarquía; los inconvenientes son en
ambos casos igualmente grandes y allegados; pero el remedio en aquél es más
arduo y remoto.
226. Tercero. Respondo que el poder que al pueblo asiste de proveer de nuevo
para su seguridad mediante un nuevo legislativo, cuando sus legisladores
hubieren obrado contrariamente a su depósito de confianza, invadiendo la
propiedad de aquél, es el mejor valladar contra la rebelión y el medio más
probable para impedirla. Porque siendo la rebelión no precisamente oposición a
las personas sino a una autoridad, únicamente fundada ésta en constituciones y
leyes de gobierno, aquellos, quienesquiera que fueren, que por la fuerza irrumpan 
en ellas, y por la fuerza justifiquen la violación cometida, son propia y
verdaderamente rebeldes. Pues dado que los hombres, al entrar en la sociedad y
régimen civil, excluyeron la fuerza e introdujeron leyes para la preservación de la
propiedad, paz y unidad entre sí, quienes erigieren de nuevo la fuerza
opuestamente a las leyes, incurrirán en el rebellare, que quiere decir volver al
estado de guerra, y serán propiamente rebeldes; y para los que estuvieren en el
poder, con sus pretensiones de autoridad, la tentación de la fuerza en sus manos
y la probable lisonja de cuantos les rodeen, el mejor modo de evitar el mal estará
en mostrarles el peligro e injusticia de aquello en que se sienten instigadísimos a
precipitarse.
227. En ambos casos antedichos, ya el de cambio en el legislativo, o de acción de
los legisladores contraria al fin por que fueron establecidos, los culpables son reos
de rebelión. Porque si alguien por la fuerza deja de lado al legislativo establecido
en cualquier sociedad, y las leyes por él hechas de acuerdo con su depósito de
confianza, apartado habrá el poder de arbitraje que convinieron todos para
decisión pacífica de sus controversias y freno al estado de guerra entre ellos.
Quienes removieren o cambiaren el legislativo apartarán ese poder decisivo, que
en ninguno puede residir más que por designación y consentimiento del pueblo; y
así pues, al destruir la autoridad que el pueblo creó y que nadie más puede
establecer, e introducir un poder por el pueblo no autorizado, lo que en efecto
introduce es un estado de guerra, que es el de fuerza sin autoridad; de suerte que
al remover el legislativo por la sociedad instaurado, a cuyas decisiones el pueblo
se apegaba y unía como a las de su propio albedrío, desatan el nudo y
nuevamente exponen al pueblo al estado de guerra. Y si quienes por la fuerza
desechan el legislativo son rebeldes, los mismos legisladores, como se ha visto,
no serán menos tenidos por tales cuando ellos, establecidos para la protección y
preservación del pueblo, sus libertades y propiedades, por fuerza las invadan y
quieran derrocar; por lo que al ponerse en estado de guerra contra quienes les
elevaran a protectores y guardianes de la paz, serán propiamente, y con la peor
agravación imaginable, rebellantes, rebeldes.
228. Pero si los que dicen que tal doctrina es fundamento de rebelión quisieren dar
a entender que tal vez ocasionara guerras civiles o intestinos hervores decir al
pueblo que se tenga por suelto dé su obediencia cuando se produjeren ilegales
acometidas contra sus libertades o propiedades, y que podrá oponerse a la
violencia ilegal de quienes fueron sus magistrados si éstos sus propiedades
invadieren, contrariamente a la confianza depositada en ellos; y que, por lo tanto,
no deberá ser tal doctrina consentida, por destructora de la paz del mundo, bien
pudieran decir entonces, con igual fundamento, que los hombres de bien no
podrán oponerse a los salteadores o piratas, pues de ello se siguiera acaso
desorden o matanza. Si algún daño en tales casos ocurriere, no convendrá
cargarle a quien su propio derecho proteja, sino al invasor del de su vecino. Y
quisiera yo que se considerara, supuesto que el inocente hombre de bien se viera
obligado a abandonar cuanto posee, por amor de la paz, a quien sobre él pusiere
mano violenta, qué clase de paz hubiera en el mundo, si la compusieran pura 
violencia y rapiña y la mantuviera el solo provecho de bandidos y opresores.
¿Quién no tuviera por notable aquella paz entre el poderoso y el mezquino según
la cual la oveja, sin resistencia, alzare la garganta a que el imperioso lobo se la
despedazara? El antro de Polifemo nos ofrece acabadísimo dechado de tal paz.
Gobierno fue aquél en que Ulises y sus compañeros no debían hacerse a más
menester que al de sufrir apaciblemente que les devoraran. Y no cabe duda que
Ulises, como varón avisado, les predicaría la obediencia pasiva y les exhortaría a
tranquila sumisión, representándoles cuánto importaba la paz a la humanidad, y
mostrándoles cada inconveniente acaecedero si ofrecieren resistencia a Polifemo,
que a la sazón les señoreaba.
229. No hay más fin del gobierno que el bien de la humanidad; y ¿qué ha de ser
mejor para ella: que el pueblo se halle expuesto incesantemente a la
desenfrenada voluntad de la tiranía, o que los gobernantes se expusieren tal cual
vez a la oposición, por exorbitantes en el uso de su poder y empleo de éste para la
destrucción, en vez de preservación, de las propiedades de su pueblo?

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