"Meditaciones metafísicas" de Descartes
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Resumen brevecosa destacable
(aclaración)
"MEDITACIONES METAFÍSICAS", René Descartes, 1641
Meditación primera: De las cosas que pueden ponerse en duda
Finalidad de la duda: hallar algo firme y constante en las ciencias, para usarlo como fundamento
He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que (de modo que) me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas pareciéndome ardua dicha
empresa, he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar.
Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas (jeje) mis antiguas opiniones.
Dos razones por las que no hace falta examinar todas y cada una. MÉTODO: lo que se dudable, com enteramente falso
ELECCIÓN: el fundamento hará que caiga todo.
Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito (no crea como verdaderas) a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente (claramente) falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.
PRIMERA CAUSA DE DUDA: Los sentidos engañan. Casos concretos en que sí y en que no.
Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez.
Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto a fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado (que no ve claro) por los negros vapores de la bilis (La enfermedad o locura también podría ser el resultado de la "corrupción" de uno o más de los humores —los cuatro humores o líquidos de la medicina hipocrática son la bilis negra, la bilis amarilla, la flema y la sangre—, lo que podría ser causado por circunstancias ambientales, cambios en la dieta o muchos otros factores. Se pensaba que estos déficits eran causados por vapores inhalados o absorbidos por el cuerpo), que aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo.
SEGUNDA CAUSA DE DUDA: DISTINCIÓN ENTRE LA VIGILIA Y EL SUEÑO
Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles (que parecen verdad), que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia (estado en que uno está despierto), de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto (claro) que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito (sorpendido), y mi estupor (sorpresa) es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo.
Aunque durmamos, no todo es absolutamente falso
Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas estas particularidades, a saber: que abrimos los ojos, movemos la cabeza, alargamos las manos, no son sino mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni nuestras manos ni todo nuestro cuerpo son tal y como los vemos. Con todo, hay que confesar al menos que las cosas que nos representamos en sueños son como cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza de algo real y verdadero; de manera que por lo menos esas cosas generales —a saber: ojos, cabeza, manos, cuerpo entero— no son imaginarias, sino que en verdad existen. Pues los pintores, incluso cuando usan del mayor artificio para representar sirenas y sátiros
| Sirena y sátiro |
mediante figuras caprichosas y fuera de lo común, no pueden, sin embargo, atribuirles formas y naturalezas del todo nuevas, y lo que hacen es sólo mezclar y componer partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su imaginación sea lo bastante extravagante como para inventar algo tan nuevo que nunca haya sido visto, representándonos así su obra una cosa puramente fingida y absolutamente falsa, con todo, al menos los colores que usan deben ser verdaderos.
Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas cosas generales —a saber: ojos, cabeza, manos y otras semejantes— es preciso confesar, de todos modos, que hay cosas aún más simples y universales realmente existentes, por cuya mezcla, ni más ni menos que por la de algunos colores verdaderos, se forman todas las imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y reales, ya fingidas y fantásticas. De ese género es la naturaleza corpórea en general, y su extensión, así como la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número, y también el lugar en que están, el tiempo que mide su duración y otras por el estilo.
Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas, son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna.
TERCERA FUENTE DE DUDA: DIOS (¿O EL GENIO?) PODRÍA ENGAÑAR
Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido creado tal como soy. Pues bien: ¿quién me asegura que el tal Dios no haya procedido de manera que no exista figura, ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo eso existe tal y como lo veo? (Dios me hace pensar eso). Y más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas que creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más fáciles que ésas, si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo sea burlado así, pues se dice de Él que es la suprema bondad.
Con todo, si el crearme de tal modo que yo siempre me engañase repugnaría a su bondad, también parecería del todo contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna vez, y esto último lo ha permitido, sin duda.
Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto, negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás cosas son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; con todo, de cualquier manera que supongan haber llegado yo al estado y ser que poseo —ya lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al azar, ya en una enlazada secuencia de las cosas— será en cualquier caso cierto que, pues errar y equivocarse es una imperfección,
cuanto menos poderoso sea el autor que atribuyan a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto, que siempre me engañe. A tales razonamientos nada en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen a confesar que, de todas las opiniones a las que había dado crédito en otro tiempo como verdaderas, no hay una sola de la que no pueda dudar ahora, y ello no por descuido o ligereza, sino en virtud de argumentos muy fuertes y maduramente meditados; de tal suerte que, en adelante, debo suspender mi juicio acerca de dichos pensamientos, y no concederles más crédito del que daría a cosas manifiestamente falsas, si es que quiero hallar algo constante y seguro en las ciencias.
Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino que debo procurar recordarlas, pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con frecuencia a invadir mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el derecho de ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han hecho de él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi dueñas de mis creencias.
Y nunca perderé la costumbre de otorgarles mi aquiescencia y confianza, mientras las considere tal como en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas —como acabo de mostrar—, y con todo muy probables, de suerte que hay más razón para creer en ellas que para negarlas. Por ello pienso que sería conveniente seguir deliberadamente un proceder contrario, y emplear todas mis fuerzas en engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones son falsas e imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el peso de mis prejuicios
de suerte que no puedan inclinar mi opinión de un lado ni de otro, ya no sean dueños de mi juicio los malos hábitos que lo desvían del camino recto que puede conducirlo al conocimiento de la verdad. Pues estoy seguro de que, entretanto, no puede haber peligro ni error en ese modo de proceder, y de que nunca será demasiada mi presente desconfianza, puesto que ahora no se trata de obrar, sino sólo de meditar y conocer.
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios —que es fuente suprema de verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada.
Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusiones para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo a que las trabajosas vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de promover.
Meditación segunda: De la naturaleza del espíritu humano; y que (el espíritu humano) es más fácil de conocer que el cuerpo
Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no está en mi mano olvidarlas. Y, sin embargo, no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de repente hubiera caído en aguas muy profundas, tan turbado me hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni nadar para sostenerme en la superficie.
SE REPITE LA FINALIDAD: HALLAR LO INDUDABLE PARA HACERLO FUNDAMENTO,
Haré un esfuerzo, pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la más mínima duda, del mismo modo que si supiera que es completamente falso; y seguiré siempre por ese camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo.
Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo también tendré derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura hallo tan sólo una cosa que sea cierta e indubitable. (LA HARÁ FUNDAMENTO DE SU NUEVA FILOSOFÍA)
PROCESO DE LA TRIPLE DUDA OTRA VEZ: SENTIDOS, VIGILIA, GENIO
Así pues, supongo que todo lo que veo es falso (porque no es totalmente indudable, porque a veces la vista me engaña); estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz (mentirosa) memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras (INVENCIONES SIN BASE REAL) de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. (¡OJO! Equipara "verdadero" y "cierto". No es lo mismo "estar en lo cierto (acertar o estar en la verdad)" que "estar cierto (seguro)" de algo. Lo primero es objetivo; lo segundo, subjetivo)
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo (yo provoco mi duda: otro error que reconoce). Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser?
Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo (genio maligno), que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy (resuena aquí el "si enim fallor sum" de san Agustín); y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: “yo soy”, “yo existo”, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.
De saber que soy a saber qué soy (y no es lo que antes pensaba: "destrucción de mis antiguas opiniones")
Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido antes.
Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, (que ahora ya sé que no soy, parece decir) antes de incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que no quede más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. (spoiler: ya no soy un hombre, soy una cosa pensante: res cogitans)Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré, acaso, que un animal racional? No por cierto: pues habría luego que averiguar qué es animal y qué es racional, y así una única cuestión nos llevaría insensiblemente a infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas (menudos **** tiene el amigo) el poco tiempo y ocio que me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más bien los pensamientos que antes nacían espontáneos (son voluntarios: dudo porque quierdo dudar) en mi espíritu, inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de
querer explicarla según las nociones que entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar delimitado por una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio, de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que puede moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión recibe; pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en algunos cuerpos.
Otra vez con el genio maligno... atributos del cuerpo y del alma
Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme?
¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y (segundo) andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero
es sentir, pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo?
Qué soy
Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido.
Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. (1) No soy esta reunión de miembros llamada cuerpo humano; (2) no soy un aire sutil y penetrante, difundido por todos esos miembros; (3) no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que todo eso no era nada.
Y, sin modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo. Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto que no las conozco, no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy. Pues bien: es certísimo que ese conocimiento de mí mismo, hablando con precisión, no puede depender de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente, y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E incluso esos términos de “fingir” e “imaginar” me advierten de mi error: pues en efecto, yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues “imaginar” no es sino contemplar la figura o “imagen” de una cosa corpórea. Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general, todas las cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras (paranoias e invenciones de mi mente). Y, en consecuencia, veo claramente que decir “excitaré mi imaginación para saber más distintamente qué soy”, es tan poco razonable como decir “ahora estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme adrede para que mis sueños me lo representen con mayor verdad y evidencia”. Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza.
¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas —aun contra su voluntad— y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera siempre dormido, y de que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse en mi pensamiento, o que pueda estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí nada para explicarlo (así que podría ser res desiderans, o res volens, o res inteligens o res dubitans). Y también es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba) que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor.
¿Y si estoy durmiendo? Sueño y vigilia
Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que “pensar”. Por donde empiezo a conocer qué soy, con algo más de claridad y distinción que antes.
Sin embargo, no puedo dejar de creer que las cosas corpóreas, cuyas imágenes forma mi pensamiento y que los sentidos examinan, son mejor conocidas que esa otra parte, no sé bien cuál, de mí mismo que no es objeto de la imaginación: aunque desde luego es raro que yo conozca más clara y fácilmente cosas que advierto dudosas y alejadas de mí, que otras verdaderas, ciertas y pertenecientes a mi propia naturaleza. Mas ya veo qué ocurre: mi espíritu se complace en extraviarse, y aun no puede mantenerse en los justos límites de la verdad.
Soltémosle, pues, la rienda una vez más, a fin de poder luego, tirando de ella suave y oportunamente, contenerlo y guiarlo con más facilidad.
Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un tanto confusas, sino a un cuerpo particular.
Ejemplo del pedazo de cera
Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido la dulzura de la miel que contenía; conserva todavía algo de olor de las flores con que ha sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de sabor se exhala: el olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero entonces, ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído; y, sin embargo, sigue siendo la misma cera. Tal vez sea lo que ahora pienso, a saber: que la cera no era ni esa dulzura de miel, ni ese agradable olor a flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido, sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía bajo esas formas, y ahora bajo otras distintas. Ahora bien, al concebirla precisamente así, ¿qué es lo que imagino? Fijémonos bien, y apartando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos qué resta. Ciertamente, nada más que algo extenso, flexible y cambiante. Ahora bien, ¿qué quiere decir flexible y cambiante? ¿No será que imagino que esa cera, de una figura redonda puede pasar a otra cuadrada, y de ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto que la concibo capaz de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud no podría ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, esa concepción que tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar.
Y esa extensión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente desconocido, pues que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser mayor cuando está enteramente fundida, y mucho mayor cuando el calor se incrementa más aún? Y yo no concebiría de un modo claro y conforme a la verdad lo que es la cera, si no pensase que es capaz de experimentar más variaciones según la extensión, de todas las que yo haya podido imaginar. Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que es esa cera por medio de la imaginación, y sí sólo por medio del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera en particular, pues en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más evidente. Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo concebible por medio del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo, toco e imagino; la misma que desde el principio juzgaba yo conocer. Pero lo que se trata aquí de notar es que su percepción, o la acción por cuyo medio la percibimos, no es una visión, un tacto o una imaginación, y no lo ha sido nunca, aunque así lo pareciera antes, sino sólo una inspección del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según atienda menos o más a las cosas que están en ella y de las que consta.
No es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto que mi espíritu es harto débil y se inclina insensiblemente al error. Pues aunque estoy considerando ahora esto en mi fuero interno y sin hablar, con todo vengo a tropezar con las palabras, y están a punto de engañarme los términos del lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos la misma cera, si está presente, y no que pensamos que es la misma en virtud de tener los mismos color y figura: lo que casi me fuerza a concluir que conozco la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección del espíritu. Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por la calle: y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar meros autómatas, movidos por resortes. Sin embargo, pienso que son hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad de juzgar que reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos.
Pero un hombre que intenta conocer mejor que el vulgo, debe avergonzarse de hallar motivos de duda en las maneras de hablar propias del vulgo. Por eso prefiero seguir adelante y considerar si, cuando yo percibía al principio la cera y creía conocerla mediante los sentidos externos, o al menos mediante el sentido común —según lo llaman—, es decir, por medio de la potencia imaginativa, la concebía con mayor evidencia y perfección que ahora, tras haber
examinado con mayor exactitud lo que ella es, y en qué manera puede ser conocida. Pero sería ridículo dudar siquiera de ello, pues ¿qué habría de distinto y evidente en aquella percepción primera, que cualquier animal no pudiera percibir? En cambio, cuando hago distinción entre la cera y sus formas externas, y, como si la hubiese despojado de sus vestiduras, la considero desnuda, entonces, aunque aún pueda haber algún error en mi juicio, es cierto que una tal concepción no puede darse sino en un espíritu humano.
Y, en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es decir, de mí mismo, puesto que hasta ahora nada, sino espíritu, reconozco en mí? Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, que existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de ello mi imaginación, o por cualquier otra causa, resultará la misma conclusión. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí.
Pues bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro y distinto después de llegar a él, no sólo por la vista o el tacto, sino por muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, distinción y claridad no me conoceré a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban aún mejor la naturaleza de mi espíritu? Pero es que, además, hay tantas otras cosas en el espíritu mismo, útiles para conocer la naturaleza, que las que, como éstas, dependen del cuerpo, apenas si merecen ser nombradas.
Conclusión lógica y sorprendente a la vez
Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente, he llegado adonde pretendía. En efecto: sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu. Mas, siendo casi imposible deshacerse con prontitud de una opinión antigua y arraigada, bueno será que me detenga un tanto en este lugar, a fin de que, alargando mi meditación, consiga imprimir más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.
PARTE V. TRADUCCIÓN
Meditación quinta
De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de la existencia de Dios
Me quedan muchas otras cosas por examinar, tocantes a los atributos de Dios y a mi propia naturaleza, es decir, la de mi espíritu: pero acaso trate de ellas en otra ocasión. Pues lo que me urge ahora (tras haber advertido lo que hay que hacer o evitar para alcanzar el conocimiento de la verdad) es tratar de librarme de todas las dudas que me han asaltado en días pasados, y ver si se puede conocer algo cierto tocante a las cosas materiales.
Plan: primero ver si tengo ideas clarar y distintas de las cosas, y luego veremos si existen (si son también fuera de mi mente)
Pero antes de examinar si tales cosas existen fuera de mí, debo considerar sus ideas, en cuanto que están en mi pensamiento, y ver cuáles son distintas y cuáles confusas.
En primer lugar, imagino distintamente esa cantidad que los filósofos llaman comúnmente cantidad continua, o sea, la extensión —con longitud, anchura y profundidad— que hay en esa cantidad, o más bien en la cosa a la que se le atribuye. Además, puedo enumerar en ella diversas partes, y atribuir a cada una de esas partes toda suerte de magnitudes, figuras, situaciones y movimientos; y, por último, puedo asignar a cada uno de tales movimientos toda suerte de duraciones.
Y no sólo conozco con distinción esas cosas, cuando las considero en general, sino que también, a poca atención que ponga, concibo innumerables particularidades respecto de los números, las figuras, los movimientos, y cosas semejantes, cuya verdad es tan manifiesta y se acomoda tan bien a mi naturaleza, que, al empezar a descubrirlas, no me parece aprender nada nuevo, sino más bien que me acuerdo de algo que ya sabía antes; es decir, que percibo cosas que estaban ya en mí espíritu, aunque aún no hubiese parado mientes en ellas.
Y lo que encuentro aquí más digno de nota es que hallo en mí infinidad de ideas de ciertas cosas, cuyas cosas no pueden ser estimadas como una pura nada, aunque tal vez no tengan existencia fuera de mi pensamiento, y que no son fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o no; sino que tienen naturaleza verdadera e inmutable.
Cfr. San Agustín
Así, por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun no existiendo acaso una tal figura en ningún lugar, fuera de mí pensamiento, y aun cuando jamás la haya habido, no deja por ello de haber cierta naturaleza, o forma, o esencia de esa figura, la cual es inmutable y eterna, no ha sido inventada por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu; y ello es patente porque pueden demostrarse diversas propiedades de dicho triángulo —a saber, que sus tres ángulos valen dos rectos, que el ángulo mayor se opone al lado mayor, y otras semejantes—, cuyas propiedades, quiéralo o no, tengo que reconocer ahora que están clarísima y evidentísimamente en él, aunque anteriormente no haya pensado de ningún modo en ellas, cuando por vez primera imaginé un triángulo, y, por tanto, no puede decirse que yo las haya fingido o inventado.
Y nada valdría objetar en este punto que acaso dicha idea del triángulo haya entrado en mi espíritu por la mediación de mis sentidos, a causa de haber visto yo alguna vez cuerpos de figura triangular; puesto que yo puedo formar en mi espíritu infinidad de otras figuras, de las que no quepa sospechar ni lo más mínimo que hayan sido objeto de mis sentidos, y no por ello dejo de poder demostrar ciertas propiedades que atañen a su naturaleza, las cuales deben ser sin duda ciertas, pues las concibo con claridad. Y, por tanto, son algo, y no una pura nada; pues resulta evidentísimo que todo lo que es verdadero es algo, y más arriba he demostrado ampliamente que todo lo que conozco con claridad y distinción es verdadero. Y aunque no lo hubiera demostrado, la naturaleza de mi espíritu es tal, que no podría por menos de estimarlas verdaderas, mientras las concibiese con claridad y distinción. Y recuerdo que, hasta cuando estaba aún fuertemente ligado a los objetos de los sentidos, había contado en el número de las verdades más patentes aquellas que concebía con claridad y distinción tocante a las figuras, los números y demás cosas atinentes a la aritmética y la geometría.
Pues bien, si del hecho de poder yo, sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue que todo cuanto percibo clara y distintamente que pertenece a dicha cosa, le pertenece en efecto, ¿no puedo extraer de ahí un argumento que pruebe la existencia de Dios? Ciertamente, yo hallo en mí su idea —es decir, la idea de un ser sumamente perfecto—, no menos que hallo la de cualquier figura o número; y no conozco con menor claridad y distinción que pertenece a su naturaleza una existencia eterna, de como conozco que todo lo que puedo demostrar de alguna figura o número pertenece verdaderamente a la naturaleza de éstos. Y, por tanto, aunque nada de lo que he concluido en las Meditaciones precedentes fuese verdadero, yo debería tener la existencia de Dios por algo tan cierto, como hasta aquí he considerado las verdades de la matemática, que no atañen sino a números y figuras; aunque, en verdad, ello no parezca al principio del todo patente, presentando más bien una apariencia de sofisma. Pues teniendo por costumbre, en todas las demás cosas, distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia de Dios puede separarse de su esencia, y que, de este modo, puede concebirse a Dios como no existiendo actualmente. Pero, sin embargo, pensando en ello con más atención, hallo que la existencia y la esencia de Dios son tan separables como la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle.
Pero aunque, en efecto, yo no pueda concebir un Dios sin existencia, como tampoco una montaña sin valle, con todo, como de concebir una montaña con valle no se sigue que haya montaña alguna en el mundo, parece asimismo que de concebir a Dios dotado de existencia no se sigue que haya Dios que exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente.
Pero no es así: precisamente bajo la apariencia de esa objeción es donde hay un sofisma oculto. Pues del hecho de no poder concebir una montaña sin valle, no se sigue que haya en el mundo montaña ni valle alguno, sino sólo que la montaña y el valle, háyalos o no, no pueden separarse uno de otro; mientras que, del hecho de no poder concebir, a Dios, sin la existencia, se sigue que la existencia es inseparable de El, y, por tanto, que verdaderamente existe. Y no se trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea así, ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que, al contrario, es la necesidad de la cosa misma —a saber, de la existencia de Dios— la que determina a mi pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas.
Y tampoco puede objetarse que no hay más remedio que declarar que existe Dios tras haber supuesto que posee todas las perfecciones, siendo una de ellas la existencia, pero que esa suposición primera no era necesaria; como no es necesario pensar que todas las figuras de cuatro lados pueden inscribirse en el círculo, pero, si yo supongo que sí, no tendré más remedio que decir que el rombo puede inscribirse en el círculo, y así me veré obligado a declarar una cosa falsa. Digo que esto no puede alegarse como objeción, pues, aunque desde luego no es necesario que yo llegue a tener alguna vez en mi pensamiento la idea de Dios, sin embargo, si efectivamente ocurre que dé en pensar en un ser primero y supremo, y en sacar su idea, por así decirlo, del tesoro de mi espíritu, entonces sí es necesario que le atribuya toda suerte de perfecciones, aunque no las enumere todas ni preste mi atención a cada una de ellas en particular. Y esta necesidad basta para hacerme concluir (luego de haber reconocido que la existencia es una perfección) que ese ser primero y supremo existe verdaderamente; de aquel modo, tampoco es necesario que yo imagine alguna vez un triángulo, pero, cuantas veces considere una figura rectilínea compuesta sólo de tres ángulos, sí será absolutamente necesario que le atribuya todo aquello de lo que se infiere que sus tres ángulos valen dos rectos, y esta atribución será implícitamente necesaria, aunque explícitamente no me dé cuenta de ella en el momento de considerar el triángulo. Pero cuando examino cuáles son las figuras que pueden inscribirse en un círculo, no es necesario en modo alguno pensar que todas las de cuatro lados son capaces de ello; por el contrario, ni siquiera podré suponer fingidamente que así ocurra, mientras no quiera admitir en mi pensamiento nada que no entienda con claridad y distinción. Y, por consiguiente, hay gran diferencia entre las suposiciones falsas, como lo es ésta, y las ideas verdaderas nacidas conmigo, de las cuales es la de Dios la primera y principal.
Pues, en efecto, vengo a conocer de muchas maneras que esta idea no es algo fingido o inventado, dependiente sólo de mi pensamiento, sino la imagen de una naturaleza verdadera e inmutable. En primer lugar, porque, aparte Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar, porque me es imposible concebir dos o más dioses de la misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora, veo con claridad que es necesario que haya existido antes desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el futuro. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada.
Por lo demás, cualquiera que sea el argumento de que me sirva, siempre se vendrá a parar a lo mismo: que sólo tienen el poder de persuadirme por entero las cosas que concibo clara y distintamente. Y aunque entre éstas, sin duda, hay algunas manifiestamente conocidas de todos, y otras que sólo se revelan a quienes las consideran más de cerca y las investigan con diligencia, el caso es que, una vez descubiertas, no menos ciertas son las unas que las otras. Así, por ejemplo, aunque no sea a primera vista tan patente que, en todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la base es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados, como que, en ese mismo triángulo, la base está opuesta al ángulo mayor, sin embargo, una vez sabido lo primero, vemos que es tan verdadero como lo segundo. Y por lo que a Dios toca, es cierto que si mi espíritu estuviera desprovisto de algunos prejuicios, y mi pensamiento no fuera distraído por la continua presencia de las imágenes de las cosas sensibles, nada conocería primero ni más fácilmente que a Él. Pues ¿hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe?
Y aunque haya necesitado una muy atenta consideración para concebir esa verdad, sin embargo, ahora, no sólo estoy seguro de ella como de la cosa más cierta, sino que, además, advierto que la certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente. Pues aunque mi naturaleza es tal que, nada más comprender una cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, como también mi naturaleza me lleva a no poder fijar siempre mi espíritu en una misma cosa, y me acuerdo a menudo de haber creído verdadero algo cuando ya he cesado de considerar las razones que yo tenía para creerlo tal, puede suceder que en ese momento se me presenten otras razones que me harían cambiar fácilmente de opinión, si no supiese que hay Dios. Y así nunca sabría nada a ciencia cierta, sino que tendría tan sólo opiniones vagas e inconstantes. Así, por ejemplo, cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, pues estoy algo versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido claramente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza; y a ello me persuade sobre todo el acordarme de haber creído a menudo que eran verdaderas y ciertas muchas cosas, que luego otras razones distintas me han llevado a juzgar absolutamente falsas.
Pero tras conocer que hay un Dios, y a la vez que todo depende de El, y que no es falaz, y, en consecuencia, que todo lo que concibo con claridad y distinción no puede por menos de ser verdadero, entonces, aunque ya no piense en las razones por las que juzgué que esto era verdadero, con tal de que recuerde haberlo comprendido clara y distintamente, no se me puede presentar en contra ninguna razón que me haga ponerlo en duda, y así tengo de ello una ciencia verdadera y cierta. Y esta misma ciencia se extiende también a todas las demás cosas que recuerdo haber demostrado antes, como, por ejemplo, a las verdades de la geometría y otras semejantes; pues ¿qué podrá objetárseme para obligarme a ponerlas en duda? ¿Se me dirá que mi naturaleza es tal que estoy muy sujeto a equivocarme? Pero ya sé que no puedo engañarme en los juicios cuyas razones conozco con claridad. ¿Se me dirá que, en otro tiempo, he considerado verdaderas muchas cosas que luego he reconocido ser falsas? Pero no había conocido clara y distintamente ninguna de ellas, e ignorando aún esta regla que me asegura la verdad, había sido impelido a creerlas por razones que he reconocido después ser menos fuertes de lo que me había imaginado. ¿Qué otra cosa podrá oponérseme? ¿Acaso que estoy durmiendo (como yo mismo me había objetado anteriormente), o sea, que los pensamientos que ahora tengo no son más verdaderos que las ensoñaciones que imagino estando dormido? Pero aun cuando yo soñase, todo lo que se presenta a mi espíritu con evidencia es absolutamente verdadero.
Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo.
PARTE VI. TRADUCCIÓN
Meditación sexta
De la existencia de las cosas materiales, y de la distinción real entre el alma y el cuerpo
Sólo me queda por examinar si hay cosas materiales (si alguien lee como primera frase de Descartes ésta, le da un patatús). Y ya sé que puede haberlas, al menos, en cuanto se las considera como objetos de la pura matemática, puesto que de tal suerte las concibo clara y distintamente (cosas materiales reducidas a pura matemática: más claro, el agua). Pues no es dudoso que Dios pueda producir todas las cosas que soy capaz de concebir con distinción; y nunca he juzgado que le fuera imposible hacer una cosa, a no ser que ésta repugnase por completo a una concepción distinta.
Diferencia Imaginación e Inteligencia, y que la imaginación muestra de algún modo que las cosas existen
Además la facultad de imaginar que hay en mí, y que yo uso, según veo por experiencia, cuando me ocupo en la consideración de las cosas materiales, es capaz de convencerme de su existencia; pues cuando considero atentamente lo que sea la imaginación, hallo que no es sino cierta aplicación de la facultad cognoscitiva al cuerpo que le está íntimamente presente, y que, por tanto, existe. (buf)
Y para manifestar esto con mayor claridad, advertiré primero la diferencia que hay entre la imaginación y la pura intelección o concepción.
Ejemplo triángulo
Por ejemplo: cuando imagino un triángulo, no lo entiendo sólo como figura compuesta de tres líneas, sino que, además, considero esas tres líneas como presentes en mí, en virtud de la fuerza interior de mi espíritu: y a esto, propiamente, llamo «imaginar». Si quiero pensar en un quiliógono (mil lados), entiendo que es una figura de mil lados tan fácilmente como entiendo que un triángulo es una figura que consta de tres; pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliógono como hago con los tres del triángulo, ni, por decirlo así, contemplarlos como presentes con los ojos de mi espíritu. Y si bien, siguiendo el hábito que tengo de usar siempre de mi imaginación, cuando pienso en las cosas corpóreas, es cierto que al concebir un quiliógono me represento confusamente cierta figura, es sin embargo evidente que dicha figura no es un quiliógono, puesto que en nada difiere de la que me representaría si pensase en un miríágono (diez mil lados), o en cualquier otra figura de muchos lados, y de nada sirve para descubrir las propiedades por las que el quiliógono difiere de los demás polígonos. Mas si se trata de un pentágono, es bien cierto que puedo entender su figura, como la de un quiliógono, sin recurrir a la imaginación; pero también puedo imaginarla aplicando la fuerza de mi espíritu a sus cinco lados, y a un tiempo al espacio o área que encierran. Así conozco claramente que necesito, para imaginar, una peculiar tensión del ánimo, de la que no hago uso para entender o concebir; y esa peculiar tensión del ánimo muestra claramente la diferencia entre la imaginación y la pura intelección o concepción (que no dice aquí cuál es).
Advierto, además, que esta fuerza imaginativa que hay en mí, en cuanto que difiere de mi fuerza intelectiva, no es en modo alguno necesaria a mi naturaleza o esencia (es un modo de mi atributo: pensar); pues, aunque yo careciese de ella, seguiría siendo sin duda el mismo que soy: de lo que parece (pues no) que puede concluirse que depende de alguna cosa distinta de mí. Y concibo fácilmente que si existe algún cuerpo (el mío) al que mi espíritu esté tan estrechamente unido que pueda, digámoslo así, mirarlo en su interior siempre que quiera, es posible que por medio de él imagine las cosas corpóreas. De suerte que esta manera de pensar difiere de la pura intelección en que el espíritu, cuando entiende o concibe, se vuelve en cierto modo sobre sí mismo, y considera alguna de las ideas que en sí tiene, mientras que, cuando imagina, se vuelve hacia el cuerpo y considera en éste algo que es conforme, o a una idea que el espíritu ha concebido por sí mismo, o a una idea que ha percibido por los sentidos. Digo que concibo fácilmente que la imaginación pueda formarse de este modo, si es cierto que hay cuerpos; y como no puedo encontrar otro camino para explicar cómo se forma, conjeturo que probablemente hay cuerpos; pero ello es sólo probable, y, por más que examino todo con mucho cuidado, no veo cómo puedo sacar, de esa idea distinta de la naturaleza corpórea que tengo en mi imaginación, argumento alguno que necesariamente concluya la existencia de un cuerpo.
Ahora bien: me he habituado a imaginar otras muchas cosas, además de esa naturaleza corpórea que es el objeto de la pura matemática, como son los colores, los sonidos, los sabores, el dolor y otras semejantes, si bien de un modo menos distinto.
¿Sentir me puede llevar a la existencia de las cosas?
Y como percibo mucho mejor esas cosas por los sentidos, los cuales, junto con la memoria, parecen haberlas traído a mi imaginación, creo que, para examinarlas con mayor comodidad, bien estará que examine al propio tiempo qué sea sentir, y que vea si me es posible extraer alguna prueba cierta de la existencia de las cosas corpóreas, a partir de las ideas que recibo en mi espíritu mediante esa manera de pensar que llamo «sentir».
Primeramente recordaré las cosas que, recibidas por los sentidos, tuve antes por verdaderas, y los fundamentos en que se apoyaba mi creencia; luego examinaré las razones que me han obligado, más tarde, a ponerlas en duda. Y, por último, consideraré lo que debo creer ahora. Así pues, sentí primero que tenía una cabeza, manos, pies, y todos los demás miembros de que está compuesto este cuerpo que yo consideraba como una parte de mí mismo, y hasta —acaso— como el todo. Además, sentí que este cuerpo estaba colocado entre otros muchos, de los que podía recibir diversas ventajas e inconvenientes; y advertía las ventajas por cierto sentimiento de placer, y las desventajas por un sentimiento de dolor. Además de placer y dolor, sentía en mí también hambre, sed y otros apetitos similares, así como también ciertas inclinaciones corporales hacia la alegría, la tristeza, la cólera y otras pasiones. Y fuera de mí, además de la extensión, las figuras y los movimientos de los cuerpos, notaba en ellos dureza, calor, y demás cualidades perceptibles por el tacto. Asimismo, sentía la luz, los colores, olores, sabores y sonidos, cuya variedad me servía para distinguir el cielo, la tierra, el mar, y, en general, todos los demás cuerpos entre sí.
Y no me faltaba razón, por cierto, cuando, al considerar las ideas de todas esas cualidades que se ofrecían a mi pensamiento, y que eran las únicas que yo sentía propia e inmediatamente, creía sentir cosas completamente distintas de ese pensamiento mío, a saber: unos cuerpos de donde procedían tales ideas. Pues yo experimentaba que éstas se presentaban sin pedirme permiso, de tal manera que yo no podía sentir objeto alguno, por mucho que quisiera, si éste no se hallaba presente al órgano de uno de mis sentidos; y, si se hallaba presente, tampoco estaba en mí poder no sentirlo.
Y puesto que las ideas que yo recibía por medio de los sentidos eran mucho más vívidas, expresas, y hasta más distintas —a su manera— que las que yo mismo podía fingir meditando, o las que encontraba impresas en mi memoria, parecía entonces que aquéllas no podían provenir de mi espíritu: así que era necesario que algunas otras cosas las causaran en mí. Y no teniendo de dichas cosas otro conocimiento que el que me suministraban esas mismas ideas, por fuerza tenía que dar en pensar que las primeras se asemejaban a las segundas.
Y como recordaba, asimismo, que había usado de los sentidos antes que de la razón, y reconocía que las ideas que yo formaba por mí mismo no sólo eran menos expresas que las recibidas por medio de los sentidos, sino que las más de las veces estaban incluso compuestas de partes procedentes de estas últimas, me persuadía con facilidad de que no tenía en el entendimiento idea alguna que antes no hubiera tenido en el sentido.
Tampoco me faltaba razón para creer que este cuerpo (al que por cierto derecho especial llamaba «mío») me pertenecía más propia y estrictamente que otro cuerpo cualquiera. Pues, en efecto, yo no podía separarme nunca de él como de los demás cuerpos; en él y por él sentía todos mis apetitos y afecciones; y era en su partes —y no en las de otros cuerpos de él separados— donde advertía yo los sentimientos de placer y de dolor.
Mas cuando examinaba por qué a cierta sensación de dolor sigue en el espíritu la tristeza, y la alegría a la sensación de placer, o bien por qué cierta excitación del estómago, que llamo hambre, nos produce ganas de comer, y la sequedad de garganta nos da ganas de beber, no podía dar razones de ello, a no ser que la naturaleza así me lo enseñaba; pues no hay, ciertamente, afinidad ni relación algunas (al menos, a lo que entiendo) entre la excitación del estómago y el deseo de comer, como tampoco entre la sensación de la cosa que origina dolor y el pensamiento de tristeza que dicha sensación produce. Y, del mismo modo, me parecía haber aprendido de la naturaleza todas las demás cosas que juzgaba tocante a los objetos de mis sentidos, pues advertía que los juicios que acerca de esos objetos solía hacer se formaban en mí antes de tener yo tiempo de considerar y sopesar las razones que pudieran obligarme a hacerlos.
Más tarde, diversas experiencias han ido demoliendo el crédito que había otorgado a mis sentidos. Pues muchas veces he observado que una torre, que de lejos me había parecido redonda, de cerca aparecía cuadrada, y que estatuas enormes, levantadas en lo más alto de esas torres, me parecían pequeñas, vistas desde abajo. Y así, en otras muchas ocasiones, he encontrado erróneos los juicios fundados sobre los sentidos externos. Y no sólo sobre los externos, sino aun sobre los internos; pues ¿hay cosa más íntima o interna que el dolor? Y, sin embargo, me dijeron hace tiempo algunas personas a quienes habían cortado brazos o piernas, que les parecía sentir a veces dolor en la parte cortada; ello me hizo pensar que no podía tampoco estar seguro de que algún miembro me doliese, aunque sintiese dolor en él. A estas razones para dudar añadí más tarde otras dos muy generales. La primera: que todo lo que he creído sentir estando despierto, puedo también creer que lo siento estando dormido; y como no creo que las cosas que me parece sentir, cuando duermo, procedan de objetos que estén fuera de mí, no veía por qué habría de dar más crédito a las que me parece sentir cuando estoy despierto. Y la segunda: que no conociendo aún —o más bien fingiendo no conocer— al autor de mi ser, nada me parecía oponerse a que yo estuviera por naturaleza constituido de tal modo que me engañase hasta en las cosas que me parecían más verdaderas. Y en cuanto a las razones que me habían antes persuadido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran trabajo refutarlas. Pues como la naturaleza parecía conducirme a muchas cosas de que la razón me apartaba, juzgué que no debía confiar mucho en las enseñanzas de esa naturaleza. Y aunque las ideas que recibo por los sentidos no dependieran de mi voluntad, no pensé que de ello debiera concluirse que procedían de cosas diferentes de mí mismo, puesto que acaso pueda hallarse en mí cierta facultad (bien que desconocida para mí hasta hoy) que sea su causa y las produzca.
Ahora, empero, como ya empiezo a conocerme mejor, y a descubrir con más claridad al autor de mi origen, ciertamente sigo sin pensar que deba admitir, temerariamente, todas las cosas que los sentidos parecen enseñarnos, pero tampoco creo que tenga que dudar de todas ellas en general.
En primer lugar, puesto que ya sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas por Dios tal y como las concibo, me basta con poder concebir clara y distintamente una cosa sin otra, para estar seguro de que la una es diferente de la otra, ya que, al menos en virtud de la omnipotencia de Dios, pueden darse separadamente, y entonces ya no importa cuál sea la potencia que produzca esa separación, para que me sea forzoso estimarlas como diferentes. Por lo tanto, como sé de cierto que existo, y, sin embargo, no advierto que convenga necesariamente a mi naturaleza o esencia otra cosa que ser cosa pensante, concluyo rectamente que mi esencia consiste sólo en ser una cosa que piensa, o una substancia cuya esencia o naturaleza toda consiste sólo en pensar. Y aunque acaso (o mejor, con toda seguridad, como diré en seguida) tengo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, con todo, puesto que, por una parte, tengo una idea clara y distinta de mí mismo, en cuanto que yo soy sólo una cosa que piensa —y no extensa—, y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, en cuanto que él es sólo una cosa extensa —y no pensante—, es cierto entonces que ese yo (es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy), es enteramente distinto de mi cuerpo, y que puede existir sin él.
Además, encuentro en mí ciertas facultades de pensar especiales, y distintas de mí, como las de imaginar y sentir, sin las cuales puedo muy bien concebirme por completo, clara y distintamente, pero, en cambio, ellas no pueden concebirse sin mí, es decir, sin una substancia inteligente en la que están ínsitas. Pues la noción que tenemos de dichas facultades, o sea (para hablar en términos de la escuela), su concepto formal, incluye de algún modo la intelección: por donde concibo que las tales son distintas de mí; así como las figuras, los movimientos, y demás modos o accidentes de los cuerpos, son distintos de los cuerpos mismos que los soportan.
También reconozco haber en mí otras facultades, como cambiar de sitio, de postura, y otras semejantes, que como las precedentes, tampoco pueden concebirse sin alguna substancia en la que estén ínsitas, ni, por consiguiente, pueden existir sin ella; pero es evidente que tales facultades, si en verdad existen, deben estar ínsitas en una substancia corpórea, o sea, extensa, y no en una substancia inteligente, puesto que en su concepto claro y distinto está contenida de algún modo la extensión, pero no la intelección. Hay, además, en mí cierta facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reconocer las ideas de las cosas sensibles; pero esa facultad me sería inútil y ningún uso podría hacer de ella, si no hubiese, en mí o en algún otro, una facultad activa, capaz de formar y producir dichas ideas. Ahora bien: esta facultad activa no puede estar en mí en tanto que yo no soy más que una cosa que piensa, pues no presupone mi pensamiento, y además aquellas ideas se me representan a menudo sin que yo contribuya en modo alguno a ello, y hasta a despecho de mi voluntad; por lo tanto, debe estar necesariamente en una substancia distinta de mí mismo, en la cual esté contenida formal o eminentemente (como he observado más arriba) toda la realidad que está objetivamente en las ideas que dicha facultad produce. Y esa substancia será, o bien un cuerpo (es decir, una naturaleza corpórea, en la que está contenido formal y efectivamente todo lo que está en las ideas objetivamente o por representación), o bien Dios mismo, o alguna otra criatura más noble que el cuerpo, en donde esté contenido eminentemente eso mismo.
Pues bien: no siendo Dios falaz, es del todo manifiesto que no me envía esas ideas inmediatamente por sí mismo, ni tampoco por la mediación de alguna criatura, en la cual la realidad de dichas ideas no esté contenida formalmente, sino sólo eminentemente. Pues, no habiéndome dado ninguna facultad para conocer que eso es así (sino, por el contrario, una fortísima inclinación a creer que las ideas me son enviadas por las cosas corpóreas), mal se entendería cómo puede no ser falaz, si en efecto esas ideas fuesen producidas por otras causas diversas de las cosas corpóreas.
Y, por lo tanto, debe reconocerse que existen cosas corpóreas. Sin embargo, acaso no sean tal y como las percibimos por medio de los sentidos, pues este modo de percibir es a menudo oscuro y confuso; empero, hay que reconocer, al menos, que todas las cosas que entiendo con claridad y distinción, es decir —hablando en general—, todas las cosas que son objeto de la geometría especulativa, están realmente en los cuerpos. Y por lo que atañe a las demás cosas que, o bien son sólo particulares (por ejemplo, que el sol tenga tal tamaño y tal figura), o bien son concebidas con menor claridad y distinción (como la luz, el sonido, el dolor, y otras semejantes), es verdad que, aun siendo muy dudosas e inciertas, con todo eso, creo poder concluir que poseo los medios para conocerlas con certeza, supuesto que Dios no es falaz, y que, por consiguiente, no ha podido ocurrir que exista alguna falsedad en mis opiniones sin que me haya sido otorgada a la vez alguna facultad para corregirla.
Y, en primer lugar, no es dudoso que algo de verdad hay en todo lo que la naturaleza me enseña, pues por «naturaleza», considerada en general, no entiendo ahora otra cosa que Dios mismo, o el orden dispuesto por Dios en las cosas creadas, y por «mi» naturaleza, en particular, no entiendo otra cosa que la ordenada trabazón que en mí guardan todas las cosas que Dios me ha otorgado.
Pues bien: lo que esa naturaleza me enseña más expresamente es que tengo un cuerpo, que se halla indispuesto cuando siento dolor, y que necesita comer o beber cuando siento hambre o sed, etcétera. Y, por tanto, no debo dudar de que hay en ello algo de verdad.
Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy sino una cosa que piensa, y percibiría esa herida con el solo entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, que algo se rompe en su nave; y cuando mi cuerpo necesita beber o comer, lo entendería yo sin más, no avisándome de ello sensaciones confusas de hambre y sed. Pues, en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo, y dependientes de ella.
Además de esto, la naturaleza me enseña que existen otros cuerpos en torno al mío, de los que debo perseguir algunos, y evitar otros. Y, ciertamente, en virtud de sentir yo diferentes especies de colores, olores, sabores, sonidos, calor, dureza, etcétera, concluyo con razón que, en los cuerpos de donde proceden tales diversas percepciones de los sentidos, existen las correspondientes diversidades, aunque acaso no haya semejanza entre éstas y aquéllas. Asimismo, por serme agradables algunas de esas percepciones, y otras desagradables, infiero con certeza que mi cuerpo (o, por mejor decir, yo mismo, en cuanto que estoy compuesto de cuerpo y alma) puede recibir ventajas e inconvenientes varios de los demás cuerpos que lo circundan.
Empero, hay otras muchas cosas que parece haberme enseñado la naturaleza, y que no he recibido en realidad de ella, sino que se han introducido en mi espíritu por obra de cierto hábito que me lleva a juzgar desconsideradamente, y así puede muy bien suceder que contengan alguna falsedad. Como ocurre, por ejemplo, con la opinión de que está vacío todo espacio en el que nada hay que se mueva e impresione mis sentidos; o la de que en un cuerpo caliente hay algo semejante a la idea de calor que yo tengo; o que hay en un cuerpo blanco o negro la misma blancura o negrura que yo percibo: o que en un cuerpo amargo o dulce hay el mismo gusto o sabor, y así sucesivamente; o que los astros, las torres y, en general, todos los cuerpos lejanos, tienen la misma figura y el mismo tamaño que aparentan de lejos, etcétera. Así pues, a fin de que en todo esto no haya nada que no esté concebido con distinción, debo definir con todo cuidado lo que propiamente entiendo cuando digo que la naturaleza «me enseña» algo. Pues tomo aquí «naturaleza» en un sentido más estricto que cuando digo que es la reunión de todas las cosas que Dios me ha dado, ya que esa reunión abarca muchas cosas que pertenecen sólo al espíritu (así por ejemplo, la noción verdadera de que lo ya hecho no puede no haber sido hecho, y muchas otras semejantes, que conozco por la luz natural sin ayuda del cuerpo), y otras que sólo pertenecen al cuerpo, y que tampoco caen aquí bajo el nombre de «naturaleza» (como la cualidad que tiene el cuerpo de ser pesado, y otras tales, a las que tampoco me refiero ahora). Hablo aquí sólo de las cosas que Dios me ha dado, en cuanto que estoy compuesto de espíritu y cuerpo. Pues bien: esa naturaleza me enseña a evitar lo que me causa sensación de dolor, y a procurar lo que me comunica alguna sensación de placer; pero no veo que, además de ello, me enseñe que de tales diferentes percepciones de los sentidos debamos nunca inferir algo tocante a las cosas que están fuera de nosotros, sin que el entendimiento las examine cuidadosamente antes. Pues, en mi parecer, pertenece al solo espíritu, y no al compuesto de espíritu y cuerpo, conocer la verdad acerca de esas cosas.
Y así, aunque una estrella no impresione mi vista más que la luz de una vela, no hay en mí inclinación natural alguna a creer que la estrella no es mayor que esa llama, aunque así lo haya juzgado desde mis primeros años, sin ningún fundamento racional. Y aunque al aproximarme al fuego siento calor, e incluso dolor si me aproximo algo más, no hay con todo razón alguna que pueda persuadirme de que hay en el fuego algo semejante a ese calor, ni tampoco a ese dolor; sólo tengo razones para creer que en él hay algo, sea lo que sea, que excita en mí tales sensaciones de calor o dolor.
Igualmente, aunque haya espacios en los que no encuentro nada que excite y mueva mis sentidos, no debo concluir de ello que esos espacios no contengan cuerpo alguno, sino que veo que, en ésta como en muchas otras cosas semejantes, me he acostumbrado a pervertir y confundir el orden de la naturaleza. Porque esas sensaciones que no me han sido dadas sino para significar a mi espíritu qué cosas convienen o dañan al compuesto de que forma parte, y que en esa medida son lo bastante claras y distintas, las uso, sin embargo, como si fuesen reglas muy ciertas para conocer inmediatamente la esencia y naturaleza de los cuerpos que están fuera de mí, siendo así que acerca de esto nada pueden enseñarme que no sea muy oscuro y confuso.
Pero ya he examinado antes suficientemente cómo puede ocurrir que, pese a la suprema bondad de Dios, haya falsedad en mis juicios. Queda aquí, empero, una dificultad tocante a las cosas que la naturaleza me enseña que debo perseguir o evitar, así como a los sentimientos interiores que ha puesto en mí, pues me parece haber advertido a veces algún error en ello, de manera que mi naturaleza resulta engañarme directamente. Así, por ejemplo: cuando el agradable sabor de algún manjar emponzoñado me incita a tomar el veneno oculto, y, por consiguiente, me engaña. Cierto es, con todo, que en tal caso mi naturaleza pudiera ser disculpada, pues me lleva sólo a desear el manjar de agradable sabor, y no el veneno, que le es desconocido; de suerte que nada puedo inferir de esto, sino que mi naturaleza no conoce universalmente todas las cosas: y no hay en ello motivo de extrañeza, pues, siendo finita la naturaleza del hombre, su conocimiento no puede dejar de ser limitado.
Pero también nos engañamos a menudo en cosas a que nos compele directamente la naturaleza, como sucede con los enfermos que desean beber o comer lo que puede serles dañoso. Se dirá, acaso, que la causa de que los tales se engañen es la corrupción de su naturaleza, mas ello no quita la dificultad, pues no es menos realmente criatura de Dios un hombre enfermo que uno del todo sano, y, por lo tanto, no menos repugna a la bondad de Dios que sea engañosa la naturaleza del enfermo, de lo que le repugna que lo sea la del sano. Y así como un reloj, compuesto de ruedas y pesas, observa igualmente las leyes de la naturaleza cuando está mal hecho y no señala bien la hora, y cuando satisface por entero el designio del artífice, así también, si considero el cuerpo humano como una máquina fabricada y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, y ello de modo tal que, aun cuando no hubiera en él espíritu alguno, se movería igual que ahora lo hace cuando su movimiento no procede de la voluntad, ni por ende del espíritu, y sí sólo de la disposición de sus órganos, entonces, así considerado, conozco muy bien que tan natural le sería a ese cuerpo —si, por ejemplo, sufre de hidropesía— padecer la sequedad de garganta que suele transmitir al espíritu la sensación de sed, y disponer sus nervios y demás partes del modo requerido para beber, y, de esa suerte, aumentar su padecimiento y dañarse a sí mismo, como le es natural, no sufriendo indisposición alguna, que una sequedad de garganta semejante le impulse a beber por pura conveniencia. Y aunque, pensando en el uso a que el reloj está destinado, pueda yo decir que se aparta de su naturaleza cuando no señala bien la hora, y asimismo, considerando la máquina del cuerpo humano por respecto de sus movimientos habituales, tenga yo motivo de creer que se aparta de su naturaleza cuando su garganta está seca y el beber perjudica su conservación, con todo ello, reconozco que esta acepción de «naturaleza» es muy diferente de la anterior. Pues aquí no es sino una mera denominación que depende por completo de mi pensamiento, el cual compara un hombre enfermo y un reloj mal hecho con la idea que tengo de un hombre sano y un reloj bien hecho, cuya denominación es extrínseca por respecto de la cosa a la que se aplica, y no mienta nada que se halle en dicha cosa; mientras que, muy al contrario, la otra acepción de «naturaleza» se refiere a algo que se encuentra realmente en las cosas, y que, por tanto, no deja de tener algo de verdad.
Y es cierto que, aunque por respecto del cuerpo hidrópico digamos que su naturaleza está corrompida sólo en virtud de una denominación extrínseca (cuando decimos eso porque tiene la garganta seca y, sin embargo, no necesita beber), con todo, atendiendo al compuesto entero, o sea, al espíritu unido al cuerpo, no se trata de una mera denominación, sino de un verdadero error de la naturaleza, pues tiene sed cuando le es muy nocivo beber; y, por lo tanto, falta por examinar cómo la bondad de Dios no impide que la naturaleza, así entendida, sea falaz.
Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse «partes» del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu no pueda dividir fácilmente en varias partes, y, por consiguiente, no hay ninguna que pueda entenderse como indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu es por completo diferente del cuerpo, sí no lo supiera ya de antes.
Advierto también que el espíritu no recibe inmediatamente la impresión de todas las partes del cuerpo, sino sólo del cerebro, o acaso mejor, de una de sus partes más pequeñas, a saber, de aquella en que se ejercita esa facultad que llaman sentido común, la cual, siempre que está dispuesta de un mismo modo, hace sentir al espíritu una misma cosa, aunque las demás partes del cuerpo, entretanto, puedan estar dispuestas de maneras distintas, como lo prueban innumerables experiencias, que no es preciso referir aquí.
Advierto, además, que la naturaleza del cuerpo es tal, que, si alguna de sus partes puede ser movida por otra parte un poco alejada, podrá serlo también por las partes que hay entre las dos, aun cuando aquella parte más alejada no actúe. Así, por ejemplo, dada una cuerda tensa A B C D, si se tira, desplazándola, de la última parte D la primera, A, se moverá del mismo modo que lo haría si se tirase de una de las partes intermedias, B o C, y la última, D, permaneciese inmóvil. De manera semejante, cuando siento dolor en un pie, la física me enseña que esa sensación se comunica mediante los nervios esparcidos por el pie, que son como cuerdas tirantes que van de allí al cerebro, de modo que cuando se tira de ellos en el pie, tiran ellos a su vez de la parte del cerebro de donde salen y a la que vuelven, excitando en ella cierto movimiento, establecido por la naturaleza para que el espíritu sienta el dolor como si éste estuviera en el pie. Pero como dichos nervios tienen que pasar por la pierna, el muslo, los riñones, la espalda y el cuello, hasta llegar al cerebro, puede suceder que, no moviéndose sus partes extremas —que están en el pie—, sino sólo alguna de las intermedias, ello provoque en el cerebro los mismos movimientos que excitaría en él una herida del pie; y, por lo tanto, el espíritu sentirá necesariamente en el pie el mismo dolor que si hubiera recibido una herida. Y lo mismo cabe decir de las demás percepciones de nuestros sentidos.
Por último, advierto también que, puesto que cada uno de los movimientos ocurridos en la parte del cerebro de la que recibe la impresión el espíritu de un modo inmediato, causa una sola sensación, nada mejor puede entonces imaginarse ni desearse sino que tal movimiento haga sentir al espíritu, de entre todas las sensaciones que es capaz de causar, aquella que sea más propia y ordinariamente útil para la conservación del cuerpo humano en perfecta salud. Ahora bien: la experiencia atestigua que todas las sensaciones que la naturaleza nos ha dado son tal y como acabo de decir; y, por lo tanto, que todo cuanto hay en ellos da fe del poder y la bondad de Dios.
Así, por ejemplo, cuando los nervios del pie son movidos con más fuerza de la ordinaria, su movimiento, pasando por la médula espinal hasta el cerebro, produce en el espíritu una impresión que le hace sentir algo, a saber: un dolor experimentado como si estuviera en el pie, cuyo dolor advierte al espíritu, y le excita a hacer lo posible por suprimir su causa, muy peligrosa y nociva para el pie.
Cierto es que Dios pudo instituir la naturaleza humana de tal suerte que ese mismo movimiento del cerebro hiciera sentir al espíritu otra cosa enteramente distinta; por ejemplo, que se hiciera sentir a sí mismo como estando alternativamente, ora en el cerebro, ora en el pie, o bien como produciéndose en algún lugar intermedio, o de cualquier otro modo posible; pero nada de eso habría contribuido tanto a la conservación del cuerpo como lo que en efecto ocurre.
Así también, cuando necesitamos beber, nace de ahí cierta sequedad de garganta que mueve sus nervios, y, mediante ellos, las partes interiores del cerebro, y ese movimiento hace sentir al espíritu la sensación de la sed, porque en tal ocasión nada nos es más útil que saber que necesitamos beber para conservar nuestra salud. Y así sucede con las demás cosas. Es del todo evidente, por ello, que, pese, a la suprema bondad de Dios, la naturaleza humana, en cuanto compuesta de espíritu y cuerpo, no puede dejar de ser falaz a veces.
Pues si alguna causa excita, no en el pie, sino en alguna parte del nervio que une pie y cerebro, o hasta en el cerebro mismo, igual movimiento que el que ordinariamente se produce cuando el pie está indispuesto, sentiremos dolor en el pie, y el sentido será engañado naturalmente; porque un mismo movimiento del cerebro no puede causar sino una misma sensación en el espíritu, y siendo provocada esa sensación mucho más a menudo por una causa que daña al pie que por otra que esté en otro lugar, es mucho más razonable que transmita al espíritu el dolor del pie que el de ninguna otra parte. Y aunque la sequedad de garganta no provenga a veces, como suele, de que la bebida es necesaria para la salud del cuerpo, sino de alguna causa contraria —como ocurre con los hidrópicos—, con todo, es mucho mejor que nos engañe en dicha circunstancia, que si, por el contrario, nos engañara siempre, cuando el cuerpo está bien dispuesto. Y así sucesivamente.
Y esta consideración me es muy útil, no sólo para reconocer todos los errores a que está sometida mi naturaleza, sino también para evitarlos, o para corregirlos más fácilmente. Pues sabiendo que todos los sentidos me indican con más frecuencia lo verdadero que lo falso, tocante a las cosas que atañen a lo que es útil o dañoso para el cuerpo, y pudiendo casi siempre hacer uso de varios para examinar una sola y misma cosa, y, además, contando con mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos pasados a los presentes, y con mi entendimiento, que ha descubierto ya todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante que sean falsas las cosas que mis sentidos ordinariamente me representan, y debo rechazar, por hiperbólicas y ridículas, todas las dudas de estos días pasados; y, en particular, aquella tan general acerca del sueño, que no podía yo distinguir de la vigilia. Pues ahora advierto entre ellos una muy notable diferencia: y es que nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar nuestros sueños unos con otros, ni con el curso de la vida, como sí acostumbra a unir las cosas que nos acaecen estando despiertos, En efecto: si estando despierto, se me apareciese alguien de súbito, y desapareciese de igual modo, como lo hacen las imágenes que veo en sueños, sin que yo pudiera saber de dónde venía ni adónde iba, no me faltaría razón para juzgarlo como un espectro o fantasma formado en mi cerebro, más bien que como un hombre, y en todo semejante a los que imagino, cuando duermo. Pero cuando percibo cosas, sabiendo distintamente el lugar del que vienen y aquél en que están, así como el tiempo en el que se me aparecen, y pudiendo enlazar sin interrupción la sensación que de ellas tengo con el restante curso de mi vida, entonces estoy seguro de que las percibo despierto, y no dormido. Y no debo en modo alguno dudar acerca de la verdad de esas cosas, si, tras recurrir a todos mis sentidos, a mi memoria y a mi entendimiento para examinarlas, ninguna de esas facultades me dice nada que repugne a las demás. Pues no siendo Dios falaz, se sigue necesariamente que no me engaña en esto.
Empero, como la necesidad de obrar con premura nos obliga a menudo a decidirnos sin haber tenido tiempo para exámenes cuidadosos, hay que reconocer que la vida humana está frecuentemente sujeta al error en las cosas particulares; en suma, hay que confesar la endeblez de nuestra naturaleza.
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